Hace unos días se publicó en la revista Science un artículo de Rafael Prieto-Curiel, María Campedelli y Alejandro Hope sobre el reclutamiento de personas a la delincuencia organizada. El trabajo estima que en 2012 había 115,000 personas que forman parte del crimen organizado. Para 2022, ese número había aumentado a 175,000. Es decir, a pesar de haber sido detenidos o asesinados un número considerable de participes en el transcurso de esos años, hubo un aumento de 60,000 personas. Los autores calculan que entre 2012 y 2022, fueron empleadas por el crimen organizado 285,000 personas.
Los medios de comunicación reportaron el estudio señalando al crimen organizado como el quinto empleador de México, como si se tratara de una sola empresa privada y no de grupos atomizados que compiten entre sí -y con el Estado-, y dejando de lado el hecho de que una importante parte de sus filas son personas que han sido reclutadas forzosamente. El estudio, además, se construye con base en estimaciones que pueden generar cuestionamientos relevantes y discusiones técnicas profusas, pero los datos muestran, una vez más, la dimensión de la crisis que vivimos. El estudio concluye enfatizando la importancia de detener el reclutamiento del crimen organizado para atender la violencia, especialmente frente a otras estrategias que se han destacado, como el combate abierto o el encarcelamiento masivo de estas personas. Como se ha repetido en tantos estudios críticos sobre la política de drogas, de nada sirve detener —o en nuestro caso, ejecutar—, a supuestos delincuentes, si las organizaciones siguen reclutando y creciendo.
Para detener el reclutamiento, sin embargo, habría que entender los mecanismos que operan en el ingreso a los cárteles. Un número indefinido de personas son obligadas a estar ahí a la fuerza, con violencia. Para ellos, no se trata de poner otras opciones sobre la mesa, sino de entender y atender la ausencia de un Estado que realice la función básica de garantizar la seguridad y libertad de las personas. Sobre los reclutas voluntarios, otro estudio publicado en la revista Sociología Internacional, de Elena Azaola y otros autores, muestra que si bien las aspiraciones monetarias y nociones particulares sobre la masculinidad juegan un papel importante, también existen experiencias de colectividad que son relevantes. En ciertos contextos, entrar al crimen organizado es un paso lógico en una trayectoria trazada desde la colectividad. Es lo normal. Como escribe, además, Peniley Ramírez en Reforma, en algunos lugares “el narco es el único empleador”.
Detener el reclutamiento requiere de una estrategia compleja. Respuestas simplistas como las del presidente, sobre la falta de amor o el uso de drogas, sirven poco frente a esta realidad. En cualquier caso, el prospecto para la mayoría de jóvenes en México es desalentador: sueldos de subsistencia en empresas privadas y con pocas oportunidades para crecer, ingresar a la delincuencia organizada o formar parte de la milicia donde, como muestra la recién estrenada película Heroico, los aspirantes son sometidos a una brutal violencia. Al final, ahí el gobierno ofrece las mismas formas de masculinidad, jerarquía y violencia. Sin una estrategia que proponga algo distinto para la juventud, los resultados en seguridad de los próximos gobiernos difícilmente van a ser diferentes.
Profesora-investigadora del CIDE. @cataperezcorrea