Varias personas, especialmente del extranjero, me han preguntado si habrá una vuelta a cierta normalidad constitucional con la salida de López Obrador y la llegada de Sheinbaum a la Presidencia. En la pregunta siempre hay cierto reconocimiento de que la administración de AMLO ha sido problemática —ha significado una erosión social, democrática e institucional—, pero quizás un nuevo gobierno pueda traer una mejoría. Quisiera que mi respuesta sobre lo que viene fuese más optimista, pero lo que deja su antecesor no da mucho espacio para el optimismo.
México vive una crisis de violencia que solo ha empeorado a lo largo del sexenio. Si la promesa al inicio del gobierno fue pacificar al país, desescalar la guerra contra las drogas y ofrecer alternativas reales al combate frontal al crimen organizado, el resultado fue muy malo. Las cifras de personas desaparecidas, homicidios y desplazamientos internos han alcanzado niveles nunca antes vistos. El gobierno insiste en que la situación ha mejorado. Sin embargo, existen serios cuestionamientos sobre la veracidad de las cifras en que se basan las autoridades para afirmar esto. El crimen organizado hoy controla partes importantes del territorio mexicano (incluidas las autopistas), sin oposición del Estado, y se ha convertido en uno de los principales empleadores en el país.
La estrategia de seguridad de este gobierno no fue para dar fin a la guerra sino militarizar de lleno la seguridad pública y endurecer el sistema penal. Hoy más delitos conllevan prisión preventiva oficiosa, lo que aumenta la discrecionalidad de las autoridades ministeriales que con un simple señalamiento de sospecha pueden encarcelar a una persona hasta que se resuelva su juicio. La impunidad que caracteriza la persecución de los delitos, en cambio, se dejó intacta y con pésimos precedentes. Tanto la FGR como la de la CDMX fueron usadas para espiar o perseguir penalmente a opositores políticos.
Los contrapesos constitucionales —ya sean organismos autónomos como el Inai, la CNDH o el INE o la organización federalista del Estado, han sido fuertemente debilitados. Y aún falta la desaparición de todos los poderes judiciales.
Esto, además, sucede en un ambiente de polarización social y política que es alimentada cada mañana desde Palacio Nacional. En su conferencia diaria, López Obrador critica y descalifica a periodistas y organizaciones no gubernamentales, exhibe propiedades, datos personales, incluidos teléfonos, de quienes desde diversos ámbitos cuestionan al gobierno. También reprocha a instituciones desde las cuales se frenan decisiones de la administración o se objetan políticas públicas. La estrategia siempre es la misma: invalidar las razones del cuestionamiento o fallo, tachar a quienes participan de conservadores, de corruptos o ajenos a los intereses del pueblo.
Quizás la nueva presidenta mejore el ambiente social y político, pero el andamiaje jurídico e institucional que recibe, especialmente sin poder judicial, es de nulos contrapesos, sin obligaciones serias de transparencia o rendición de cuentas, con los militares en todas partes del gobierno y el sistema penal puesto a discreción de las autoridades. Dependerá de su voluntad si abusa o no del poder. Puede ser que Sheinbaum sea una buena persona —y gobernante—, pero, disculpen el pesimismo, no creo que los países deben depender de la buena voluntad de sus gobernantes para evitar abusos, sino de sus instituciones, ciudadanos y de la división real de poder. La mesa está puesta para el regreso del autoritarismo que parecíamos haber dejado atrás.
Doctora en derecho. @cataperezcorrea