La acumulación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en las mismas manos, ya sea de uno, algunos cuantos o muchos; ya sea heredado, autonombrado o elegido, puede con justicia ser declarado la definición de tiranía.
James Madison, 1788
Es extraño tener que explicar un concepto tan básico como la división de poderes en el contexto de una democracia —supuestamente— funcional. Sin embargo, hoy resulta necesario. Lo que está en juego no solo son las pensiones de trabajadores del Poder Judicial, sino la autonomía de éste y, por tanto, la posibilidad de sujetar el actuar del Legislativo y del Ejecutivo a la Constitución.
Nuestro sistema constitucional está basado en la división de poderes, partiendo de la idea —y de la experiencia histórica— de que el poder tiende a concentrarse y que esa concentración lleva a su uso excesivo y arbitrario. En nuestro modelo, el poder se divide horizontalmente entre Legislativo, Judicial y Ejecutivo; y verticalmente entre federación, estados y municipios. La idea es que al dividir al poder en distintas instancias unas revisen y controlen a otras. Se crea así un sistema de frenos y contrapesos para evitar la tiranía de la mayoría o de un dictador y proteger a las personas del uso arbitrario o caprichoso del poder.
López Obrador no tolera los límites y tiene tiempo en una cruzada en contra del Poder Judicial y de su autonomía. Acusa privilegios y corrupción, especialmente cuando la SCJN ha declarado inconstitucional alguna ley o decreto suyo. Cuando la Corte declaró inconstitucional la transferencia de la Guardia Nacional a la Sedena —un acto a todas luces inconstitucional—, calificó a los ministros de actuar “a partir de los intereses de cúpula”. Cuando la Corte, por una mayoría de 9 a 2, declaró inconstitucional el “Plan B” electoral, dijo que trabajaban a favor de “una minoría rapaz”. (Cuando en cambio avaló su “revocación de mandato” o su consulta para perseguir a expresidentes, no hubo acusaciones.) En represalia a las decisiones desfavorables de la corte, planteó una reforma para que jueces y ministros sean electos popularmente. Ello permitiría tener jueces que salgan de entre las filas de los propios políticos, y en consecuencia que no estorben las decisiones políticas ni funjan de contrapeso. Se trata de evitar que cumplan con la función de sujetar al poder político a la ley.
La decisión de desaparecer los 13 fideicomisos —que sirven para pagar pensiones de mandos medios y operativos, de jueces jubilados, construir infraestructura, servicios médicos, entre otros— sigue esta misma línea. Nuevamente AMLO señala privilegios y élites corruptas, jura y perjura que no habrá afectación más allá del sueldo de los más privilegiados, aunque habrá. No es la primera vez que propone esto. Hizo lo mismo con los fideicomisos de los Centros Públicos de Investigación, pensando que sus investigadores se someterían al oficialismo, al no contar con recursos distintos a los que otorga el gobierno. Pero a pesar de ello, y aun con muchas dificultades, instituciones como el CIDE supieron continuar con su trabajo. Empezaron entonces las destituciones, las imposiciones y los cambios de reglas para ahuyentar y reemplazar a quienes hacíamos un trabajo independiente de la línea oficial. Hoy, vemos cómo el gobierno perfila el mismo proceso para el Poder Judicial: ahora van por los fideicomisos; después viene la reforma y el nombramiento de una nueva Corte. La verdad es que la desaparición de los fideicomisos no es sobre privilegios, es una oportunidad más para debilitar la división de poderes y hacer del Poder Judicial un botín electoral.