La semana pasada se llevó a cabo la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas, en Cali, Colombia. Estuvieron presentes los presidentes de Colombia, Gustavo Petro, y de México, Andrés Manuel López Obrador, además de representantes de otros países latinoamericanos. Tanto Colombia como México han sido particularmente afectados por la guerra contra las drogas: miles de vidas perdidas a la violencia, elevados costos económicos e institucionales. En ambos países, esa política ha justificado la construcción de regímenes de excepcionalidad que limitan los derechos fundamentales, la ampliación de facultades (antes extraordinarias) para autoridades punitivas (incluidas las militares) y debilitado diversos sistemas de control constitucional sobre las instituciones de seguridad.
La participación de los mandatarios de ambas naciones generó expectativas sobre la posibilidad de plantear un cambio real en la materia. El resultado, sin embargo, fue un documento bastante genérico que plantea poco —si no es que nada— nuevo en la política de drogas. Dice por ejemplo que son necesarias “medidas alternativas al encarcelamiento por delitos no violentos relacionados con drogas, de personas que se encontraban en situación de vulnerabilidad o bajo coacción”, la búsqueda de alternativas para productores, tomar en cuentas las causas estructurales del problema, implementar “políticas de reducción de la demanda” y también para lograr la reducción de la oferta. No se acordó algo genuinamente distinto al status quo, como regular las drogas, descriminalizar a los usuarios (y no solo no encarcelarlos), desmilitarizar —o despolicializar— el tema de las drogas para darle mayor participación —y presupuesto— a las instancias de salud. Más bien, se produjo un reciclado de la jerga que lleva más de 20 años siendo replicada por gobernantes sin intención de cambiar nada. Peor aún, el documento plantea la necesidad de llevar a cabo cualquier reflexión respetando “las obligaciones internacionales en la materia”. Se entiende que una cumbre internacional no iba a ser un llamado a violar los tratados internacionales en la materia, pero decepciona que ni siquiera se plantee la necesidad de revisar a fondo estos instrumentos, cuando estos han servido de excusa y justificación para el desastre de violencia y autoritarismo que llamamos “la guerra contra las drogas.”
Al cierre de la conferencia habló el mandatario mexicano. Era de inicio extraño que López Obrador participara en un evento cuyo objetivo pretendía plantear un cambio de paradigma. López Obrador ha tenido una visión consistentemente conservadora y prohibicionista sobre las drogas a lo largo de su gobierno, estigmatizando a usuarios y explicando el consumo como una falla de carácter o carencia de amor. “La desintegración familiar … es evidente. Ahora los jóvenes están siendo rezagados y olvidados y olvidamos amar y apapachar”, dijo López Obrador. Sin embargo, no viajó a Colombia acompañado del secretario de Salud o de la titular de la Secretaría del Bienestar. Llegó flanqueado por el secretario de la Defensa y el de la Marina, las instituciones militares que han llevado a cabo la guerra y que se han empoderado por esa vía, la materialización de cómo el prohibicionismo deviene en autoritarismo.
AMLO parece pensar que un mundo sin drogas es no solo un objetivo posible, sino deseable. Desde su visión, no puede entenderse que las personas consumen drogas porque buscan el placer, o divertirse, y muchas razones más. Nada más añejo y anquilosado que su visión moralina sobre las drogas, aunque se llena la boca de palabras como “transformación”. Su participación en la cumbre regional no fue más que una nueva oportunidad para prescribir afuera lo que en todo su gobierno no quiso hacer adentro.
Profesora-investigadora del CIDE. @cataperezcorrea