Hace unos días, varios medios reportaron la historia de un joven poblano que viajó a Puerto Vallarta para vacacionar, a pesar de saber que tenía COVID19 . Este diario reportó que el turista paseaba por la playa cuando empezó a sentirse mareado y pidió ayuda. Personas a su alrededor llamaron a protección civil y al lugar llegaron paramédicos a quienes les informó que tres días antes había sido diagnosticado con COVID19. Poco después fue trasladado a un hospital cercano del IMSS para recibir tratamiento.
Predeciblemente, la historia causó indignación en redes sociales. Algunas personas exigían castigo para el joven por poner en riesgo de infección a incontables personas, otras sostenían que las autoridades debían haberle negado la atención médica. Si tomó la decisión de viajar a pesar de estar enfermo -afirmaban-, no merecía ser atendido, mucho menos con recursos públicos. El caso, además, puso de nuevo en el debate las reformas a los códigos penales locales para sancionar a quienes sabiendo que están enfermos, ponen en riesgo a otros.
En Jalisco, apenas en diciembre, la comisión de puntos constitucionales del congreso local aprobó una reforma al código penal para establecer como delito el contagio de enfermedades graves que pongan en peligro la salud de otro. Las sanciones estipuladas van desde 2 meses hasta cuatro años de cárcel (más multas cuantiosas) y aumentarían hasta 10 años si la enfermedad es incurable. Otros estados ya estudian -o ya aprobaron- reformas similares.
Varias veces he escrito sobre los problemas -éticos y sociales-que tiene usar la cárcel como herramienta de control social , obviando las graves deficiencias de nuestras instituciones penales y de seguridad, así como los importantes costos que tiene el encarcelamiento para las familias y comunidades de quienes son sancionados. Uno de los principios básicos del derecho penal es que, por ser una herramienta sumamente lesiva, debe usarse solo como ultimo recurso y cuando otras medidas, menos gravosas, hayan fracasado. Las sanciones, además, deben ser proporcionales al daño. En México, sin embargo, el derecho penal (y las sanciones de cárcel, específicamente) suelen ser el primer recurso al que acuden los legisladores para atender problemas sociales, sin tomar en cuenta sus costos, riesgos o el beneficio real que tendrá la medida. Así, la escalada punitiva y la injerencia del sistema penal sobre nuestras vidas parecen no tener límite.
Para el caso del delito de contagio es útil preguntarnos: ¿qué se ha hecho fuera del derecho penal para prevenir contagios? Sirve mirar a países más exitosos que el nuestro en contener la epidemia para encontrar algunos elementos comunes: mensajes claros y constantes de la autoridad, medidas estrictas (lo cual no significa que sean penales) y rápidas cuando se requieren, pruebas disponibles para cualquier persona con síntomas y, por último, cumplimiento por parte de la ciudadanía. Lo último- cumplimiento por parte de los ciudadanos- es imposible sin lo primero -mensajes claros por parte de la autoridad-. Y ahí uno de los primeros errores en el caso mexicano. La reciente aparición de López-Gatell en un avión sin cubrebocas y en un bar en la playa es un ejemplo de la falta de claridad en los mensajes. Las repetidas apariciones en público del Presidente, sin cubrebocas, son otro. Hay que usar
cubrebocas, ¿pero no siempre? Hay que permanecer en casa, ¿salvo para vacacionar? ¿Cuál es la regla?
No minimizo la responsabilidad del joven poblano. Su conducta fue negligente, reprochable y debiera tener consecuencias más allá de las naturales. Sin embargo, pensar que la amenaza o uso de cárcel tendrá como efecto prevenir conductas similares o reparar el daño ocasionado, un error. ¿Por qué no analizar alternativas y reflexionar sobre qué sirve antes de recurrir a la respuesta carcelaria? Ojalá este nuevo año sirva para pensar en formas más constructivas y responsables que la escalada punitiva para atender las injusticias y problemas sociales.