Entre el paquete de iniciativas de reformas que envió el presidente López Obrador en febrero, se encuentra una que pretende modificar la Constitución para criminalizar el consumo de fentanilo y la “producción, distribución, comercialización y enajenación” de cigarrillos electrónicos. La propuesta es un franco retroceso en materia de política de drogas, además de una abierta discordancia con los compromisos hechos por este gobierno al inicio del sexenio. En el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, se estableció como agenda “que el Estado renuncie a la pretensión de combatir las adicciones mediante la prohibición de las sustancias que las generan...”. En el mismo documento se afirma: “La única posibilidad real de reducir los niveles de consumo de drogas reside en levantar la prohibición de las que actualmente son ilícitas y reorientar los recursos.” Y: “la estrategia prohibicionista es ya insostenible, no sólo por la violencia que ha generado sino por sus malos resultados en materia de salud pública… esa estrategia no se ha traducido en una reducción del consumo”.
Contrario a lo establecido en el PND y al repetido discurso sobre su humanismo, la iniciativa de López Obrador vuelve a echar mano del derecho penal —militares, fiscalías, policías, cárceles—. Así, concluye su gobierno renunciando a las soluciones planteadas al inicio de su gobierno —sin haberlas nunca puesto en práctica— y profundizando un modelo que —según su propio diagnóstico— agrava los problemas sociales, de salud y seguridad pública que busca atender.
Ciertamente, existe evidencia de los daños a la salud que pueden producir tanto los cigarrillos electrónicos como las drogas sintéticas. Además, los saborizantes que se agregan a los vapeadores, la falta de control sobre los puntos de venta y las campañas de promoción en redes sociales, han resultado en un aumento en el consumo de tabaco, especialmente entre jóvenes. Se trata de un producto muy adictivo, que logra enganchar a sus consumidores desde muy jóvenes. En el caso del fentanilo, no hay duda del riesgo y, el producido ilegalmente —que abunda en el mercado negro—, ha causado cientos de miles de muertes en Estados Unidos y México. Sin embargo, el régimen de prohibición no evita esos daños. Al contrario, ha llevado a miles de personas a ser encarceladas, al debilitamiento institucional, al fortalecimiento del crimen organizado y a poner en riesgo la salud de usuarios (esas personas que supuestamente busca proteger), que se enfrentan al peligro de consumir productos contaminados y de potencia desconocida.
Se trata de una iniciativa francamente conservadora, que profundiza el régimen prohibicionista anclándolo en nuestra Constitución. En dos ocasiones ya la Suprema Corte ha señalado que la prohibición de los cigarrillos electrónicos es inconstitucional. Asimismo, criminalizar el uso de sustancias es contraria a la Constitución y a la postura que México ha asumido en el ámbito internacional. López Obrador, como antes lo hizo Felipe Calderón con el arraigo, está dando otro golpe de mesa en su confrontación con el Poder Judicial Federal. El costo es la coherencia constitucional, la libertad personal, de comercio, el derecho a la salud y la posibilidad de contar con una política de drogas racional, basada en evidencia y no en los prejuicios y caprichos de un solo hombre.