El caso del General Cienfuegos sigue en plena efervescencia en las columnas de opinión de los medios de comunicación en todo México. Opiniones encontradas acerca de los efectos negativos que puede causar en el futuro a la relación bilateral. Con agravantes de cómo las fuerzas armadas pueden corromperse o que la DEA opera muy a su modo, sin permiso de nadie, en territorio mexicano. Y, por último, se discute si la militarización de la seguridad y el gran poder que está acumulando el Ejército bajo el mando de López Obrador han sido acertados o no. El tema no es menor, pero deja de lado otro no menos importante.
El debate se ha centrado en explicar las estructuras de las organizaciones criminales (como si fuera un árbol genealógico) asentadas en el Pacífico mexicano, una de las cuales supuestamente cooptó al militar detenido. He leído acerca de quiénes eran los grandes capos, cómo murieron o fueron encarcelados, quiénes los sucedieron y cómo fue que el cártel original se escindió; quién tiene el control de qué territorio y con quiénes están en pugna. Pretendo entender de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos en materia del combate al crimen organizado, independientemente de que a la población no le importe en lo más mínimo la genealogía del grupo que les vende droga o de quienes los asaltan, secuestran o extorsionan.
Sin embargo, tal parece que estos poderosos criminales no cuentan con una contraparte norteamericana cuando los cargamentos cruzan la frontera norte. Como si las toneladas de narcóticos ilegales mágicamente se atomizaran en pequeñas dosis individuales que se venden en las esquinas callejeras de las grandes metrópolis. Cuando leemos que la DEA o el FBI arrestan a docenas de cómplices de los cárteles mexicanos en los Estados Unidos, la información hace pensar que los detenidos son todos parientes y amigos de “el Mencho” o de “el Chapo”.
¿Acaso no existen cárteles o su equivalente en el país con el mercado más grande de consumo de drogas ilegales en el planeta? No es ilógico plantear que pudiese existir el cártel de Dallas o el de Chicago. ¿De verdad todos los narcomenudistas se apellidan González, Pérez o Guzmán y son netamente de ascendencia latina, por no decir mexicana?
Visualicemos la masiva logística que se requiere para almacenar, transportar, distribuir, comercializar y atomizar en el mercado negro cientos de toneladas de drogas ilegales. Seguramente estas operaciones derivan en ventas que generan miles de millones de dólares que forzosamente requieren mecanismos bancarios y de lavado de dinero. ¿Acaso suponen que todas las ganancias son empacadas en cajas y transportadas de regreso a México? Pensar en la enorme dificultad y los riesgos que esto conlleva, hace prácticamente imposible que solamente “soldados rasos” del narco mexicano pueden llevar a cabo la titánica tarea en un país donde las fuerzas del orden son mucho más efectivas.
Por supuesto que el gobierno norteamericano acusa únicamente la incursión unilateral de los cárteles mexicanos en su país sin la intervención de una organización similar de carácter local. Sin embargo, en febrero del presente año, la revista Proceso publicó una entrevista con un alto funcionario de la DEA quien reconoció que en su país sí existen cárteles conformados, operados y dirigidos por sus connacionales. Esto rompe el viejo discurso proveniente de los años 70´s en que este era un negocio operado por criminales extranjeros. La hipocresía no contribuye a la solución del tema en lo absoluto.
Una vez asumida esta realidad, la lucha contra los cárteles requiere la colaboración de los gobiernos en ambos lados de la frontera.
Si quien fuera cabeza de las fuerzas armadas resulta culpable de los cargos que se le imputan, la recomposición y reencauzamiento de la lucha contra el crimen organizado, que de por sí parece perdida, y las instituciones que lo combaten entrarían en una fase de descomposición de proporciones insospechadas.