El enfoque con el que se resuelva la crisis actual determinará en gran medida cómo será nuestro futuro en el largo plazo. De nuevo se ha dado una discusión continua sobre el papel del Estado en las dinámicas económicas y su intervención en el mercado. Las propuestas y peticiones de diversos actores de todo el espectro social y económico se han vertido a granel en el escritorio del Presidente, cada uno señalando la elevada importancia y prioridad que su agenda debería recibir, mientras que millones de personas se mantienen en suspenso y a la expectativa de un plan salvador.

Sin embargo, sabemos que no es la mejor idea abrir un agujero para tapar otro, por lo que mitigar esta crisis deberá ser en función de combatir las otras que ya enfrentamos, atendiéndolas de forma sistémica. No olvidemos que debemos luchar contra problemas latentes que durante esta pandemia se han agravado y hecho mucho más notorios: la tremenda desigualdad económica que se ha acrecentado en los últimos años; la violencia de género; una alta ola de desempleo, y por supuesto, que tenemos que combatir el inminente cataclismo climático al que nos acercamos apresuradamente. Todos estos fenómenos están estrechamente relacionados y no pueden resolverse de manera aislada. La perspectiva para atacarlos es fundamental, y por ello se necesita seriamente adoptar una óptica ecológica, de género e igualitaria.

Bajo ese enfoque, si miramos hacia el futuro, el papel de las ciudades será fundamental para dar un rumbo nuevo al país y prepararnos para tener una mayor resiliencia durante la crisis actual y las venideras. En los próximos años, más del 70 por ciento de la población se concentrará en las ciudades, aumentando considerablemente la demanda de bienes y servicios básicos. Si logramos que las prioridades cambien, aceptando la innegable evidencia de que no hay futuro en el petróleo, y trabajamos en asegurar ciudades de cero emisiones, esto nos colocaría en condiciones de garantizar el derecho a la salud de las personas; de democratizar el acceso a la energía usando el enorme potencial solar que México tiene, ofreciendo una oportunidad a aquellos proyectos que muchas veces han sido rechazados por considerarlos soñadores, pero que en realidad tienen el potencial de generar miles de nuevos empleos verdes que ofrecerían fuertes oportunidades de desarrollo igualitario para la gente.

Esa visión implica hacer de este tiempo una obligada transición en la que poco a poco se cambien los huevos de la canasta de un desarrollo contaminante e inequitativo, para comenzar a colocarlos en aquellas que nos ofrezcan un futuro verde y justo. Para ello, más que un plan de rescate o recuperación, urge un plan de transición, un pacto verde que redireccione una mayor inversión hacia sectores clave en las ciudades, como salud, energía, movilidad, vivienda y alimentación, que se proponga acabar con la informalidad laboral, que otorgue oportunidades de empleos seguros y dignos, el acceso a servicios básicos y se oriente a generar una distribución equitativa de los beneficios de esos proyectos.

Ese último punto es de vital importancia y atención para que logremos un modelo de desarrollo que sí sea incluyente y que detone la participación de la gente para pasar de un papel meramente expectante y receptivo a uno de propuesta y acción. De esa manera, aquellas personas que tienen en sus manos la toma de decisiones y el liderazgo de las ciudades, especialmente las grandes ciudades del país, deberían aprovechar la oportunidad de iniciar esa verdadera transformación que podría ser el inicio de un cambio de paradigma tanto en la forma de hacer política como en la visión de un futuro verde y justo de la que todos deberíamos apropiarnos y luchar en conjunto. Próximamente hablaremos en particular del papel de la gente en la construcción de esa nueva realidad.

Responsable de Transporte y Calidad del Aire en Greenpeace México.

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