“Existen tres tipos de jugadores de béisbol: los que hacen que pasen las cosas, los que ven lo que sucede y aquellos que se preguntan qué sucedió”.

TOM LASORDA

El clásico de octubre de béisbol del año 1981, para el que teclea, resulta por infinidad de aspectos realmente inolvidable, increíble e irrepetible. “Gordo, prepárate muy bien, me hicieron el gran favor los Lavinne −familia israelita, propietarios del mayor centro de distribución de productos y mercancías para el hogar, ubicados en pleno corazón de Beverly Hills, clientes y generosos mentores de mi progenitor− de regalarme boletos para el tercer juego de la Serie Mundial entre los Yankees (mis favoritos) y los Dodgers (sus favoritos), así que nos vamos al partido pasado mañana, junto con tu hermano Marco Antonio". ¡Qué tal se las gastaba, se las gasta mi Papá con este tipo de inesperadas como espléndidas invitaciones!

Marco, mi carnal, tenía o debe tener aún, espero, una monumental colección de cartitas de jugadores del rey de los deportes, muy bien organizada y mejor clasificada, que era la noble envidia de su generación de peloteros, siendo él mismo un gran catcher del equipo de béisbol del Instituto México, nuestro colegio marista en Tijuana, Baja California, donde el escribiente actuaba como coah y eventualmente como manager. Los chavalos, según recuerdo, ganaron un par de campeonatos infantiles, en fin, lo que deseo enfatizar con esta introducción es nuestra pasión y afición por este maravilloso deporte, incluso igualmente su servidor, lo practiqué también durante mi infancia, por lo que los juegos de las ligas mayores eran, sin la menor duda, nuestra mayor ilusión para la diversión por televisión y, en vivo y directo, fuente de permanentes alegrías.

Jamás imaginamos, ni siquiera soñamos alguna vez, la posibilidad más que casual de asistir a una Serie Mundial, y mucho menos entre los dos grandes titanes de la americana y la nacional, Yankees contra Dodgers en el estadio de Los Ángeles, donde ese día tan extraordinario se suscitaron varios milagrosos acontecimientos. Aquí les van, queridas amigas, apreciados amigos, distinguidos lectores, irredentos aficionados, para ver si coinciden con nuestro criterio.

Los locales venían de perder los dos primeros juegos en Nueva York, en esa fecha desde temprana hora corrió el rumor de que el inicialista estrella sobre el montículo sería el generador de la “fernandomania”, de nombre completo Fernando Valenzuela Anguamea (Etchohuaquila, Sonora, México, 1 de noviembre de 1960/Los Ángeles, California, EE. UU., 22 de octubre de 2024).

La temporada del sonorense había sido deslumbrante desde el inicio, cuando de forma por demás sorpresiva fue llamado a lanzar en el juego inaugural, siendo un completo desconocido, el 9 de abril de ese mismo año, al lastimarse la pantorrilla el mejor −hasta entonces− pitcher del equipo, Jerry Reuss, por ello, en una actitud realmente desesperada, el legendario manager don Tom Lasorda se vio obligado a llamar a quien tenía a la mano con el apodo de “el Toro”, que no lo defraudó para nada increíblemente, esa velada dejó en blanco al equipo contrario lanzando los 9 innings completos y ganó en fila sus siguientes 7 juegos, hasta llegar en su mágico palmarés a las 8 victorias seguidas, con cero derrotas, lo demás es historia, todo el estadio gritaba sonoramente (“Who is?, Who is?”) “¿Quién es?, ¿quién es?”, pero regresemos a nuestro primer encuentro con una Serie Mundial con el favor de su atención.

La primera sorpresa mayúscula, que se gestó inesperadamente, fue antes del juego con la presencia en el micrófono, en pleno centro del abarrotado estadio, del místico e inmortal intérprete, para muchos el mejor del mundo y de todos los tiempos Don Frank Sinatra (Los Dones I) que elegantemente interpretó el himno nacional del vecino país. Esto desató la primera ruidosa ovación de la tarde, vaya forma de iniciar el partido, ¿no les parece?

Como señalamos líneas arriba, lo demás es historia, Fernando ganó ese juego, paró a los Yankees y los Dodgers regresaron a Nueva York para ganar espectacularmente la Serie, por lo demás ese año igualmente Valenzuela obtuvo dos codiciados premios: el del mejor pitcher de la temporada el Galardón “Cy Young”, además del “Novato del año”, sin embargo, y esto debe destacarse plenamente, aun con la temporada ensombrecida por una huelga, el récord del zurdo finalizó con los números inalcanzables de 13 victorias por solo 7 derrotas, sin el paro laboral Fernando hubiera (dice mi Papá que el hubiera no existe) tenido mínimo unas 6 o 7 salidas más al montículo, pero la realidad siempre es terca y esas son las estadísticas que quedan para la memoria, diría mi añorado maestro Don Julio Scherer García en su libro La terca memoria.

Hace algunos días, el 22 del pasado mes de octubre, leí con tristeza la desaparición terrenal del mejor jugador de béisbol que ha dado nuestra gran nación −sin menoscabo de cientos de ídolos que nos han engrandecido en las mayores− por cierto, estas letras se inscriben como un sentido homenaje a su desempeño ejemplar y su incomparable trayectoria, despidiéndolo a sus apenas 63 años, con una obra del también recientemente finado Don Antonio Skármeta, el genial escritor chileno que en mi libro favorito de él lleva el imborrable título de Los días del arcoíris.

Gracias, eternas gracias, admirado Fernando Valenzuela, que invariablemente veías al cielo en cada lanzamiento, seguro implorando el milagro del que ahora eres parte celestial, descansa en paz, te recordaremos en el esplendor de cada arcoíris que aparezca en un estadio de béisbol.

Hasta siempre, buen fin.

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