“Toma el llavero abuelita
Y enséñame tu ropero
Con cosas maravillosas
Y tan hermosas que guardas tú”.

Francisco Gabilondo Soler

El chu… chu… chu… chu… de la locomotora se escuchaba y nos emocionaba como el anuncio de una eminente novedad, justo cuando la corneta resonaba con su presagio mágico. Aquello fue lo que vivimos mis primos y yo en el verano del año 1972, cuando escuchamos el gran estruendo que anunciaba el inicio de nuestra travesía en un recién conocido Mexicali, con destino final en la Ciudad de México, otrora Distrito Federal y hoy simplemente CDMX. En cuanto nos acomodamos los viajeros: mi abuela Tavo, mis primos Liliana y Luis, y el escribiente, dentro de nuestro increíble camarote, pero minúsculo, que tenía baño y comedor, y que por la noche se convertía en dormitorio con dos camas, una para las damas y otra para los caballeros; mi abuela Tavo comenzó a dar muestras de su increíble grandilocuencia, de su sentido de guía y, sobre todo, de una gran capacidad de adaptación y atención. Además de ser una extraordinaria administradora, sobre todo la mejor cocinera del mundo, que podría aún hoy dar clases a cualquier chef de alta escuela culinaria.

Lo primero que hizo la abuela fue darnos una sencilla explicación de lo que haríamos a lo largo de las siguientes horas. Me resulta imposible señalar cuantos días fueron exactamente los que duramos sobre aquel inmenso vagón, porque precisamente resultaron todas las jornadas irrebatibles, incluidas sus respectivas noches. Pero, por los años, las lógicas de traslados y transportación, aún con las paradas que a continuación iré narrando, fueron máximo cuatro o cinco días de travesía. Aun así, para un niño de 10 años resultaron todo un viaje extraordinario, que sigo recordado como mi primera experiencia, con una infinidad de momentos irrepetibles.

Aquel día, después de una breve, pero muy productiva y enriquecedora platica, mi abuela desplegó sobre la mesa del comedor del camarote una serie de juegos, exactamente de “mesa”: monopolio, parchís, serpientes y escaleras, damas chinas, ajedrez, naipes, mazos de barajas y, finalmente, el que no sé ni por qué se convirtió en nuestro favorito, el juego de la hoz, sin olvidar la ouija que nos daba mucho miedo jugar. Todos estos juegos, además de libros de pintar y por supuesto de lectura infantil, también varios rompecabezas, sacó mi abuela de su descomunal bolsa que siempre la acompañó con otras docenas de bolsitas internas. Sin faltar, eso sí, nunca la aguja y el estambre, con el que competía arduamente en la confección de bellas prendas con mi otra adorada abuela Consuelo. Cómo las amé a las dos y no paso noche sin recordarlas y rezar por ellas, fueron las mejores guías de mi infancia, adolescencia y a lo largo de mi vida adulta hasta su partida al cielo sin escalas. Mujeres confidentes, cómplices, bellas, alegres, geniales, cuánto las extraño, granmas.

Mientras el tren tomaba su máxima velocidad recibíamos las primeras lecciones prácticas de geografía: “ahora sigue San Luis Río Colorado, luego Caborca, enseguida Santa Ana, pegadito a Magdalena de Kino, donde está el santo patrono de nuestra familia, San Francisco Javier al que tenemos que cargar”, nos explicó mi abuela con una gran fe y una seriedad que nunca le había notado sobre el tema religioso, aunque desde muy pequeño me hizo actuar varias veces de monaguillo.

De Magdalena siguió Hermosillo, pasando por Guaymas y Empalme donde nos enseñó el porqué del nombre del poblado y la función del “empalme” de las vías del tren y sus respectivos cambios. Así transcurrían las horas, combinábamos juegos, pasos y paseos por dentro del tren, para ir descubriendo por sus pasillos nuevos amigos entre las cabinas y los comedores al trasladarnos desde la máquina hasta la “cola”, que tenía una vista increíble donde todo pasaba rápidamente a una velocidad avasalladora frente a nuestros sorprendidos y desorbitados ojos de niños. Pronto pasamos de Ciudad Obregón hasta Los Mochis, pasando antes por Navojoa, para cruzar por Culiacán, hasta pisar por primera vez mi amado MAZATLÁN, la tierra de mi adorado padre, ciudad que tantas alegrías ha traído a nuestra familia. Y así arribamos a ese destino, en medio de la algarabía del chu… chu… chu… que llenó de felicidad mi existencia, durante aquellos maravillosos días de un amor inocente e inolvidable……Continuará.

Hasta siempre, buen fin.

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