“Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tenga poder y discernimiento”.

Mi absoluta admiración por los profesionistas se divide fácilmente, y me permito citar tres en esta columna. Admiro por igual a periodistas [nadie los describe mejor que Vicente Leñero en sus libros], los ingenieros [admiro, por cierto, a tres sino es que los idolatro], y a los médicos. Ahora paso a narrar una anécdota de vida o muerte… gracias a Dios de vida: la primera semana del mes de noviembre de este incomparable 2022, mi GEMY me solicitó, por no decir que me ordenó, que me hiciera todas las revisiones médicas posibles de cara al arranque de nuestra próxima vida en común. Cosa que acepté, no sin ciertas reticencias, porque soy de los que evitan lo más posible acercarse a un consultorio médico.

Juramento hipocrático
 

Así que, obligado por las circunstancias y el amor, me lancé a la aventura de ver al primer médico para que me hiciera un electrocardiograma, a sabiendas de que me iban a decir lo mismo que ya sabía desde hace 20 años cuando llegué al cuarto piso al intentar cambiar de compañía de seguros. En aquellos exámenes rutinarios salió que mi amoroso corazón, prácticamente en mi onomástico número cuarenta, en algún momento, tuvo un evento [entre el 2000 y el 2002]… que anunció una afección cardiovascular, vaya tuve un infarto leve [tecnicismo que no existe]. Así, tengo, desde entonces, una serie de cicatrizaciones que supuestamente beneficiarían al gran pulsador de sangre, generando cierta protección para el futuro.

Ahora bien, el pasado mes de abril, justo al llegar al sexto piso, un primer médico me envió con un especialista, un cardiólogo; me recuerdo dándole vueltas a la idea, y me di a la tarea de hacer y solicitar varias consultas por teléfono y mandé a diestra y siniestra las imágenes de mi análisis. Más adelante precisaré a quienes les envíe la información. De estos, el último realmente me alarmó. Y, efectivamente, me alteró el ritmo cardiaco por más de 48 horas, situación que me “encabronó” de manera ruidosa. Sin embargo, hoy le agradezco a ese amigo médico sus palabras porque gracias a él escribo estas líneas y dicho sea de paso le estaré agradecido por siempre.

El mensaje que me escribió lo tengo guardado en mi teléfono y se quedará ahí por toda la eternidad. Palabras más, palabras menos, me dijo mi amigo en su casual por usual lenguaje florido: “pinche gordo, traes un par de tapones. Te voy hacer una cita con el mejor cardiólogo del pueblo, es muy joven, pero no te preocupes, ha hecho miles de intervenciones de "cateterismo" y es muy probable que te tenga que operar”. Ustedes se imaginarán, queridos lectores, los sentimientos encontrados que viví al máximo: coraje, susto, frustración acompañados de temor o más bien fortaleza fingida… sinceramente lloró a la primera provocación. Hablé como si nada como mis afectos más cercanos. Les informé de un “algo” breve y sin mayor importancia… luego de eso me puse a rezar durante toda la noche. Por cierto, si es que hace falta aclararlo, no dormí y llegué alterado a la cita con el cardiólogo con dos horas de antelación. No obstante: vaya, como decimos los taurinos, “pedazo de médico que me encontré”. Por lo regular, soy extremadamente parlanchín, francamente no exagero, cualquiera que me conozca lo puede certificar. Y, en esa ocasión, llegué hablando de más, cosa que es impensable. Me empecé a tranquilizar al ver la clase, la presencia, la gran empatía, gallardía y sobre todo un monumental conocimiento de aquel portento de profesional. Un manejo bello del lenguaje salpicado de sabias parábolas, definiciones y sencillas descripciones.

Después de hacerme varias pruebas, todas serenas para mi desesperación, me mostró un corazón de plástico; lo desmontó detallando mi sencilla dolencia que, por supuesto, no requeriría intervención quirúrgica alguna, problema que para mi gusto se resolvería con algunos medicamentos. Luego, procedió a explicarme con una gran precisión que hoy todo son métricas. Me mostró una serie de datos que indicaban por cálculo estadístico, vía los ordenadores, que las probabilidades de que sufriera un infarto en la próxima década era menor al 10%. Así pues, como me encantan las apuestas, aunque tengo años sin jugar, consideró que mis probabilidades de afectación a la salud, cuando menos en esa parte, son muy, pero muy bajas. Así que toda ave de mal agüero deberá esperar por décadas su canto.

Antes de concluir, les agradezco sentidamente de todo “corazón”, literal, a mis admirados médicos Alfredo Hauter Salazar [mi carnal de cariño], David Alonso Mora Marrufo [mi adorado hijo], Jorge Astiazaran Orcí [el que me dice gordo] y, especialmente, al genial cardiólogo Fernando Bátiz Armenta que, instantáneamente se convirtió en mi mejor amigo, aunque espero no tener que volverlo a ver en su consultorio, pero estará en mis rezos mientras mi corazón no deje de palpitar a veces por obligación y otras, desde hora aún más, por amor.

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Hasta siempre y buen fin

 

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