A don Alberto Cortez, el genial e inmortal poeta argentino, cantante de voz prodigiosa, jamás lo olvidaré.
Y de él esta Distancia: ¿Dónde estarán los amigos / Distancia / A mis compañeros de juegos? / ¿Quién sabe dónde se han ido / Distancia / Lo que habrá sido de ellos? / Regresaré a mis estrellas / Distancia / Les contaré mi secreto / Que sigo amando a mi tierra / Distancia / Aunque me encuentre tan lejos.
Lo conocí hace más de cuatro décadas y me enseñó a conocer los duendes. Él los describía como el duende del amor, de las cosas, del clima, de la pasión, de la entrega y cuando le pregunté: “maestro, ¡¿no será que se refiere a los ángeles?!”, elegantemente respondió: “así los bautizó tu paisano, el añorado poeta Jaime Sabines, para mí son duendes para él eran ángeles, lo importante es que viven permanentemente en nuestro corazón”. Así como hace mi hermana de raza, clase, fortaleza y definición, Marthalicia Lagos Yagües de Zazueta.
No podría haber iniciado esta entrega sin las descripciones de Cortez y Sabines, no podría, porque realmente la quiero como a una hermana, la siento como a una hermana y, por lo tanto, es mi hermana. Así le digo invariablemente y mira, querida lectora, apreciado lector, que tengo a dos hermanas de sangre que son incomparables, pero tan generosas, cariñosas y amorosas −otra vez Sabines− que, seguro estoy, no les importará en lo más mínimo compartir el título.
Dónde nació este sentimiento, francamente resulta, a estas alturas, inocuo e intrascendente. La conozco de toda la vida y aunque no nos vemos con la regularidad suficiente −nunca será suficiente− no tengo secretos con ella, de ningún tipo, para qué. Me conoce como se conoce, se acepta y ama a un hermano, y tiene uno al que adora, por cierto, ¡dejara de llamarse Carlos!, junto con Claudia.
La recuerdo desde niños, aunque es ligeramente menor que yo −nació un luminoso 26 de julio de 1962− apenas hace unas semanas llegó a los 59 años de la vida más bella y hermosa. Fue siempre más seria, más formal y por tanto más sensata que yo, y me regañaba cariñosamente desde la infancia. Ha sido así toda su vida. El revoltijo de cariño es aún más fuerte, porque su primo Eduardo fue uno de mis mejores amigos desde el kínder; su marido (tocaré el tema más adelante) es uno de mis mejores amigos. Su hermana fue íntima de mi hermana; su prima me encantaba en la adolescencia; su tío Ismael siempre fue mi generoso consejero. En fin, pretextos de convivencia, confianza y cariño nunca faltaron. Creo francamente que la vida nos integró por generación, por química, por naturaleza.
Hace algunos días, viendo el rostro en la campiña del Valle de Guadalupe de dos de sus hijos, se me salió el corazón; voltee y les dije “tengo que escribir sobre su madre, describirla, para que sepa y sienta por qué todos la adoramos, por qué la sentimos tanto, tan nuestra”, y me acordé de Sabina y Cortez, de los ángeles, más que de los duendes.
Efectivamente Marthalicia es un ángel bajado del cielo, y permanece aquí por plena decisión de Dios “Nuestro Señor”, pero también por su férrea y sagrada voluntad, la de ella, por su fe infinita y porque el bien que despliega su luz tiene tanto amor que dar todavía, que no se va, no se irá por vida del Creador.
La recuerdo más en la carrera que iniciamos juntos para ser abogados, ambos ya casados, muy formales (ella, por supuesto; yo, para nada). Desde ahí se convirtió en una guía moral, espiritual, bella, única. De cuando en cuando coincidíamos por esas fechas en el Boccaccio’s sobre todo, y de cena en cena, en bodas, fiestas, festejos. Luego la vida nos regaló otras posibilidades, viajes juntos a otros continentes, otras convivencias y, sin embargo, su tutela, su mano, su consejo, su cariñoso regaño, todo aguarda de forma permanente en mi corazón.
No conozco otro ser humano que haya resistido tantas pruebas de salud, con tanta clase, con tanta elegancia, con tanta gallardía y mayor valor. Los que la amamos lo sabemos, lo sentimos; pensábamos que estaba cumpliendo su papel de madre y esposa a cabalidad, que sólo eso deseaba en esta vida. Sin embargo, su amor por todo y por todos ha sido un monumental ejemplo para los que la adoramos. A la vida se viene a vivir, a gozar, a servir y a entregarse como lo hace mi querida hermana todos los días, vaya travesía seguir su sagrado ejemplo.
Excepcional hija de don Carlos Armando Lagos Monterrey, que todos los días le envía bendiciones desde el cielo y de doña Alicia Yagües Amos, es madre de tres espléndidos retoños: Alejandra, Rick y Carolina, que le alegran la existencia ya con seis nietos: Gonzalo, Lucía, Leonor, Máximo, Larissa y Nina.
El primero de agosto de 1981, se casó feliz y plena con el amor de su vida, Ricardo Zazueta Villegas, que vive adorándola para hacerla totalmente feliz. Su matrimonio es un ejemplo lleno de bondad y generosidad. Ricardo, apuntaba líneas arriba, es un real ejemplo de entrega, amigo como el que más. Va por el mundo derramando su clase bohemia, su discreta enseñanza de autor, político, empresario entrepreneur. Regala invariablemente su encanto, desplegado de forma constante, su entrega de hombre de bien, sólo sabe dar y atender.
Marthalicia, querida hermana, larga vida a un verdadero y luminoso ángel, a ti. Gracias por ser como eres, gracias simplemente por existir. Te amaremos eternamente como se aman los versos que con tu nombre hemos tejido quienes te conocemos desde siempre. Para ti mi corazón latente también, porque mi pensamiento ya es tuyo, hermana querida.
Hasta siempre, buen fin.