“Caín”, es por mucho, mi obra literaria favorita de José Saramago (1922-2010), maestro inmortal y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1998. Para bien o para mal, me gusta confesar mi profundo desconocimiento acerca de muchos temas, sobre todo literarios. Respecto a Saramago, nacido en Azinhaga, ignoro bastantes cosas de su vida y obra, de sus versos hechos prosa. De su corpus literario habré (con “h” de “haber”, según me corrigió mi máximo mentor con buen tino), leído menos de seis libros de su trabajo narrativo. Además de “Caín” también he leído “Claraboya” su obra póstuma, “Ensayo sobre la ceguera” (excepcional guion y gran película donde participó el mexicano Gael García), y “Las intermitencias de la muerte”, libro por mucho más profundo que simpático conforme lo descubrimos en la lectura.

«Los escritores viven de la infelicidad del mundo. En un mundo feliz, no sería escritor».
José Saramago

Pues bien, ahora que reinicio la publicación de mis columnas, luego de mi luminoso periplo sabático, debido a mi llegada al sexto piso el pasado 27 de abril, intentaré como ejercicio por demás intelectual entrarle, por tercera ocasión a la máxima obra del luso titulada: “El evangelio según Jesucristo”. Debo confesar que lo mismo me ocurrió con Gabriel García Márquez, no fue sino hasta la tercera vez que tomé “Cien años de soledad” que pude concluirla. Supongo que fue por la edad, mi primer encuentro con esa novela fue a los 14 años, luego a los 16 y por fin a los 17, ya casado, pude finiquitar mi encuentro con el realismo mágico… y ahora que lo pienso, debo releer esa obra maestra.

“El amor en los tiempos del cólera”, por ejemplo, lo leí en menos de una semana, antes de cumplir los 18 años y hasta el día de hoy debo haberlo releído unas 20 veces, por lo menos. Además, creo que soy de los pocos a los que les encantó la película con las complicaciones propias del estilo narrativo de García Márquez. Lo mismo me ocurrió con Saramago y algunas de sus obras, entrar de lleno en ellas me costó trabajo, pero también entendí con el paso del tiempo que la literatura es de sensibilidades y ritmos, de tonos e intereses. Hoy, a mis 60 años, intentaré leer pues el evangelio del luso después de haber visitado su tierra y casi el paraíso rodeado por el mar, ríos y esa vegetación exótica por esplendorosa.

Gracias a mi viaje entré a Portugal por Oporto a través de la carretera de Santiago de Compostela. Al percibir los márgenes del Douro o Duero, del lado español, lo primero que nació en mi corazón fueron las ganas de recorrerlo por completo de ida y venida por la orilla que lo bordea. Sin embargo, caminarlo, cruzarlo, implica un ejercicio de proporciones titánicas que, aunque soy fuerte, los años sumados del sexto piso hicieron un poco de experiencias en mis articulaciones.

Con los años aprendí que el recorrido en el camión turístico es la mejor opción para tomar perspectiva en una nueva ciudad, en un nuevo lugar donde nacen ilusiones renovadas, como justo me sucedió con la fantástica ciudad de Oporto. Es un espacio al que ya quiero regresar, esto habiendo visto lo que pude en 72 horas. Es una ciudad tan bella que lo mismo da para una semana que para vivir por siempre en ella. Luego, no sin cierta nostalgia, tomé la carretera rumbo a Lisboa, la Capital portuguesa. La charla, durante el viaje, con el más que simpático chofer además de amena fue muy ilustrativa. Ruy, más que chofer de un cómodo vehículo alemán, es un excelente conversador y guía de su patria.

Hago un breve paréntesis para platicarles cómo son los lusitanos. No me gustan los estereotipos de ninguna clase: que, “si los franceses son de tal manera, los españoles de aquella, los mexicanos de esta otra forma…”, no me gusta. Combato totalmente esa triste práctica. Procuro concentrarme en lo mejor y lo bueno de cada ser humano con el que convivo, sin importar su origen, condición o credo. Llegué a la península portuguesa con una ligera idea de las características básicas de sus habitantes, que creció exponencialmente por el encanto de su gente, cálida, amable, preciosa, tiernas, las mejores que he tratado en el viejo continente, incondicionalmente mencionan al amor.

Ruy, el magistral chofer me contó, durante las cuatro horas entre Oporto y Lisboa, con parada obligatoria en Nazaré para ver las monumentales olas, la historia de Portugal, la de su padre y su madre, además otra anécdota de un profesor que tuvo en la escuela al que le rompió la nariz para defenderse, historia que narró casi al llanto de risa contagiosa, francamente inolvidable.

Les comportó unos datos muy prácticos y los comparo con nuestra bendita tierra. De punta a punta, puedes cruzar todo el País en menos de 7 horas. Su carretera más larga es de aproximadamente de 739 kilómetros, por sus más de 1200 kilómetros de frontera compartida con España. Me sorprendió escuchar a más de un habitante local decir con todas sus letras que las dos naciones deberían integrarse en una sola, de esa forma serían el país más próspero de la Unión Europea, no es mala idea, pero como la gran mayoría de grandes ideas, es utópica, pero no imposible.

Llegando a Lisboa me sonó el celular. Quienes me conocen saben que nunca lo contesto, al menos que sea una llamada programada o mi Madre, mis hijos o mi máximo mentor. Identifique el número del hotel al que iba en camino. Al contestar me dijo una melodiosa voz de mujer que mi reserva se cambió a otro domicilio de la misma cadena, respetando la tarifa, pero en mejor zona en la Avenida Da Liberdade, la 5ta Avenida de Nueva York, digamos. Me preguntó Ruy si aceptaba, así lo hice. La verdad es que el cambio fue magnífico. Ya les contaré en las siguientes entregas la suerte suprema que tuve en está feliz travesía, precisamente en el renglón de los alojamientos, pero será en la próxima, porque ésta ya se alargó de más.

Hasta siempre, buen fin.

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