Y no inicio sin tomar de Jaime Sabines este verso y dártelo: “Soy una cicatriz que ya no existe, un beso ya lavado por el tiempo, un amor y otro amor que ya enterraste. Pero estás en mis manos y me tienes y en tus manos estoy, brasa, ceniza, para secar tus lágrimas que lloro”.

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Aquellas eran tres hermosas amazonas, montadas en sus coloridas bicicletas, que dominaban el antiguo paraje del fraccionamiento Las Palmas, en nuestra bendita Tijuana, cuando la conocí en el verano del 1975. La más bella, por su increíble piel blanca, sus ojos entre azules de mar y verde turquesa, y su cabello dorado, era sin duda Janet Marrufo Trujillo. Sus compañeras eran igual de bonitas, de atractivas, de suyo las tres −Janet, Ivonne y Noemí− eran las más asediadas de su generación, pero yo me enamoré de ella… Janet.

Con estas letras cierro el ciclo de las mujeres, mis mujeres, mis doñas, las que me hicieron ser el hombre que soy, el varón que pretendo ser y, sobre todo, el caballero que cada una de ellas formó. Mis bisabuelas, mis abuelas, mi madre adorada, mis tías y sobre todo Janet, la agraciada madre de mis hijos, la abuela de mis nietos, la verdadera e inmaculada Santa que siempre ha sido y será para mí, de todas ellas llevo en el pecho las enseñanzas que han nutrido mis sentimientos.

Janet y yo:

Fuimos −y seremos siempre− primero grandes amigos. Era una niña muy simpática, alegre, invariablemente risueña, con “hoyitos” en las mejillas que acompañaban su risa. En esos años fundamos el famoso Club Leo, éramos dos docenas de niños y niñas soñadores a los que nos ilusionaba servir y cambiar al mundo. Educados en el máximo espíritu de dar, de entregar a quienes más lo necesitaran, fui de suyo el afortunado primer presidente del organismo y Janet la princesa, era una princesa.

El 22 de febrero de 1978, me atreví a pedirle −a la vieja y tradicional usanza− que aceptara ser mi novia; dijo que sí y me dio mi primer beso en la esquina de su casa, en el mismo fraccionamiento Las Palmas. Veníamos de saludar a su mejor amiga de la época, Ariadna y aquel fue el momento preciso, precioso.

Los miembros del Club Leo sesionábamos los sábados a las cuatro de la tarde y Janet fue invariablemente una de las mejores anfitrionas, gracias al apoyo de sus queridas hermanas Leonor y Carmen. Su madre, doña Bertha Trujillo Meneses, se fue al cielo siendo ella apenas una niña de cinco o seis años, pero su padre −abuelo de nuestros tres hijos, Carlos Francisco, Miguel Ángel y David Alonso, y bisabuelo de Carlos Alexander, Sofía, Valentina y Emiliano− junto con sus hermanos, le dieron una alegre vida familiar. Don Francisco, el padre de Janet, lo recuerdo, el 19 de septiembre de 1977, le regaló una hermosa fiesta de 15 años en el salón principal del entonces inmaculado Hipódromo, donde curiosamente mi abuelo, don Ramón Álvarez Flores, fue uno de los más importantes funcionarios.

En marzo de 1978, don Francisco alcanzó a doña Bertha en la eternidad. Nuestro noviazgo prosperó hasta el 19 de septiembre de 1979, cuando en una boda tan espectacular como increíble, en la casa de mis padres, nos casamos; ella con 16 años y con mi hijo Carlos Francisco ya en su vientre (con 6 meses), yo a mis 17, soñado e ilusionado con ser el mejor esposo del mundo y un padre ejemplar.

Janet es hermana de mis hermanas e hija de mi madre, así creció, así crecimos los dos, apenas aptos para recibir todo el apoyo posible que jamás faltó, para ser buenos padres y una pareja feliz. Carlos Francisco llegó el 15 de diciembre de 1979, fue un niño hermoso, el preferido de toda la familia de ambos lados, y no había lados, estábamos todos juntos y unidos.

Por esas fechas Leonor y Felipe −hermana y cuñado− se casaron también, luego Carmen y Jack. De pronto éramos tres parejas unidas e integradas por su lado, y nosotros la pareja favorita de mis padres, mis tíos Luis y Soco (cómo te extraño) y Carlos y Gloria (el mejor regalo de bodas).

No conozco, hasta la fecha, mejores −sin comparación− madres que Janet y Consuelo, mi adorada madre, no hay forma de entender y saber cómo se enseñaron, qué y a cada quién, entre la abuela que era al mismo tiempo madre, y la que dejaba de ser niña para convertirse en la sublime mujer. Ella podría haber sido una Buendía, uno

de esos eternos personajes del inspirado Gabriel García Márquez y sus Cien años de soledad.

Alcancé a terminar la prepa y logré, milagrosamente, concluir la universidad. Ella siempre estuvo ahí, perfecta, inmaculada madre entregada, mejor esposa y compañera excepcional. En menos de 5 años llegó Miguel Ángel, el volcán que movió todo hacia una nueva etapa: nueva vida, nueva casa, nueva convivencia, más grande amor. Todo cambió y, sin embargo, era todo hermoso y funcional en medio del divertido caos económico.

Dejamos el primer apartamento y, gracias al bendito apoyo de mis padres, siempre incondicional, hicimos la casa, la casa de Janet, el reino de Janet. Luego, de la nada y como gracia, la llamada: “estoy esperando nuevamente” y llegó el pilón, David Alonso, con una torta bajo el brazo, tan grande, tan inesperada, que todo se iluminó, sobre todo Janet.

Los hijos que el creador nos obsequió, son lo que son gracias a la maravillosa guía de Janet, a su bendita ruta, a su místico trazo, pero, por sobre todo, a su inquebrantable fe. Carlos Francisco, arquitecto exitoso; Miguel Ángel, humanista ejemplar; David Alonso, médico genial. Ellos son el resultado y cariz de una madre incomparable, de una mujer excepcional, de un ser humano sin igual. Doña Janet Marrufo Trujillo es una mujer adorable a la que todos quieren, a la que todos admiran y, por sobre todo, a la que todos quieren tener a su lado.

Amada madre de mis hijos, adorable abuela de mis nietos, gracias por estar en el mundo, como dice la melodía de Elton John. Yo, el que te admirará hasta el último aliento, no tendría lo que tengo de amor, emociones y conocimiento, si no te hubiera conocido aquel verano. Gracias por una vida luminosa y feliz. Estaré invariablemente a tu disposición por nuestras siete razones de vidas creadas, nuestros hijos y nietos... ¡Güereja adorada!

Y porque te quiero aún como se ama el rocío del sol sobre la piel me despido de ti con este verso, otro más de Sabines, otro más cuando recuerdo las fotografías de nuestra juventud: “Las fotografías son injustas, terriblemente limitadas, esclavas de un instante perpetuamente quieto. Una fotografía es como una estatua: copia del engaño, consuelo del tiempo. Cada vez que veo la fotografía me digo: no es ella. Ella es mucho más. Así, todas las cosas me la recuerdan para decirme que ella es muchas cosas más”.

Hasta siempre, buen fin.

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