Vivimos un momento histórico como ningún otro en México, un instante de cambio, un momento del cual las esperanzas se engrandecen y los sueños comienzan a tomar forma, nombre, sentido, verdad. La última vez que revisé tanto los correos digitales como los mensajes del día de mi oficina como titular del Consejo Estatal de Atención al Migrante del Gobierno de Baja California fue hace menos de cuatro años, el 12 de abril del 2018. Ese día, lo recuerdo con sucinta armonía, presente mi renuncia para integrarme en cuerpo y alma a la campaña presidencial del licenciado Andrés Manuel López Obrador. Desayuné con él tres días después de mi renuncia en el hotel Lucerna de la ciudad de Tijuana. Después de eso todo fue destino.
-Malcolm X
Hoy quiero hablar, sin duda, de otro momento representativo en mi vida, uno lleno de asombro, de humanidad, de júbilo. La maravillosa ecuación a la que me refiero acababa de sobrepasar, en aquel tiempo, el nacimiento de medio centenar de niñas y niños nacidos de la hermosa combinación de migrantes haitianos y ciudadanos mexicanos, todos nacidos, dicho sea de paso, en mi querida tierra Tijuana y en el gran estado de Baja California. De ese tiempo aún conservo físicamente, y sobre todo en mi corazón, la fotografía de la primera bebé que nació de esas uniones. A esa pequeñita la tuvimos en brazos tanto la inolvidable madre Ardelia, titular de la casa de las monjas del Instituto Madre Asunta en Tijuana, y un servidor.
Estas líneas las escribo durante el segundo mes de este año que recién inicia, a bordo de un avión rumbo a una gira de trabajo. Sorpresivamente a mi arribo al aeropuerto Abelardo L. Rodríguez, en Tijuana [obra emblemática del Grupo GAP], para tomar mi vuelo, en plena banqueta me topé con más de una docena de hermanas y hermanos haitianos con los que de inmediato establecí un diálogo: ¿qué hacen? ¿Van o vienen? ¿Están o se van? Todos respondieron diferentes, como siempre, con infinita ternura, festivos y amables, distintos destinos. Y también como siempre, lo aseguro, jamás se amedrentan, llevan el orgullo en la sangre.
Ya dentro del aeropuerto, lo digo emocionado, quienes me atendieron y resolvieron la logística del equipaje y otros asuntos propios de los viajeros, fueron empleados de origen haitiano. En algún otro momento hablaré acerca de mi cercanía con el pueblo de Haití, al que llegué desde la frontera con República Dominicana. No obstante, jamás pensé que tendría la enorme fortuna y el privilegio de recibir a los migrantes haitianos en mi tierra años más tarde, como ocurrió durante el cuarto lustro de este siglo que arribaron a nuestra frontera bajacaliforniana los primeros 300 migrantes haitianos, con orden e incluso de forma organizada, los primeros de miles más que llegarían para cambiar el rostro de la franja fronteriza de México. En 2016 nadie habría imaginado el arribo de poco más de 25 mil hermanos haitianos llenos de bondad, alegría y lecciones. Todos nos dieron una magnífica lección de vida y de organización en torno al fenómeno migratorio. Organizados e informados, ni uno sólo venía por su propio pie a enfrentar su situación de vida como migrantes desde el país más pobre y golpeado políticamente de nuestro continente.
La mayoría, por no decir la totalidad, arribaron con una esperanzadora conciencia generada por un hombre tan bueno, como singular y eficiente, con un nombre y un legado que hizo historia, que logró cambiar a la humanidad: don Bill J. Clinton que, con su gran liderazgo, logró un acuerdo similar dirigido al pueblo haitiano como el que gozaban los cubanos, gracias a la ayuda del Congreso de la Unión de Estados Unidos que consistía en brindarles protección como exiliados. Programa que, aunque necesario y bien ejecutado por el presidente Clinton, desafortunadamente dejó de existir.
Nuestras hermanas y hermanos haitianos, luego de laborar algunos años en Brasil, durante las olimpiadas y en obras de construcción también para el mundial de futbol, vieron concluida su permanencia en aquel país sudamericano sin más oportunidades a la mano, con sus visas laborales suspendidas y, por esto, decidieron migrar hacia nuestra península fronteriza. Lo milagroso y lo mágico es que más de un 10 por ciento de estos viajeros, entre mujeres, niñas y niños, decidieron que su sueño de vida iniciaría en Tijuana, abandonando el sueño americano. Cabe reconocer y engrandecer que son personas increíblemente unidas, productivas y por demás de una riqueza cultural encomiable.
A los bajacalifornianos nos enorgullece y nos llena de esperanza un futuro compartido por la mezcla de nuestros ancestros y patrias. La comunidad haitiana jamás dejará de enseñarnos y darnos sendas lecciones en materia migratoria. Juntos, desde Baja California, lo hemos demostrado, la migración nos hace más y mejores personas. Desde este escrito los invito a todas y todos a jamás olvidar las palabras de Antoine de Saint-Exupéry: “Ser hombre [un ser humano] es sentir que la propia piedra [nosotros] contribuye a la construcción del edificio del mundo”.
Hasta siempre, buen fin.