No recuerdo dónde o a quién le escuché decir, quizá lo leí, que “Madre” es el nombre que pone Dios en la boca y el corazón de los niños. Es una palabra hecha nombre a fuerza de amor. Y todas las madres tienen un nombre aún más profundo, el que se les da también al nacer cuando fueron niñas y Dios les dio el aliento. Los nombres de las mujeres de quien hoy escribo son, por decir lo menos, poderosos. Hay algo en los nombres que les ponemos a nuestros hijos que de entrada los marca pero que, en ocasiones pareciera que trascienden a su época. Los nombres de mis mujeres, de estas dos damas de las que hablaré eran por demás fuertes en su tiempo y hasta la fecha avasallan.

Estoy en la ruta afortunada y salerosa de cumplir 60 años en menos de 330 días. Esa era la edad promedio que tenían Evangelina y Victoria cuando las conocí, así las recuerdo, mujeres bellas y remarco: qué hermosas. Yo venía también de ellas, era palabra que se tornaba viva cuando decían mi nombre. En ese par de viejecitas estaba la base de mi educación, de mis valores, mi honradez, mi clase, mi esencia y mi fuerza. Doña Evangelina Bobadilla Razin de Fernández y Doña Victoria Gonzales Hernández de Quiñónez, son los nombres de esas dos mujeres que me cautivaron.

Me siento tan ilusionado escarbando en las entrañas de los pensamientos de mis adorados padres, para descubrir la metodología y las formas que nos dieron disciplina y carácter. Mis padres, lo pienso, no tenían la consciencia filosófica per se y esa dimensión crítica por formarnos bajo un canon. Sin embargo, eran dos personas con una sola encomienda: brindarles a sus hijos la mejor posibilidad de construir desde la tabula rasa. Mi madre y mi padre se dieron a la tarea de sembrar en sus hijos todas las semillas de posibilidades para hacer de nosotros personas exitosas, felices, bendecidas. Con sus manos y palabras fraguaron nuestro carácter, fueron alfareros que sabían el punto medio que, dicho sea de paso, aprendieron de esas dos mujeres a las que tanto amo.

Mamá grande como nos acostumbraron a decirle a doña Evangelina, mi bisabuela materna, la abuela de mi madre, la madre de la madre de mi madre, fue mi vecina de habitación, en la inolvidable casa de la colonia cacho. Ella tenía su espacio y yo el mío que coincidían plenos de amor y enseñanzas. Un ligero oasis en medio de una gran ciudad. Cuando se fue al cielo infinito, ese de dónde surge el viento que en ocasiones me trae de nuevo su voz, escalé a su habitación llena de sueños hermosos, de buenas vibras, de pasajes mágicos que tuvo tiempo de sembrar en mi corazón y en mi consciencia. Sigo hasta la fecha siendo su sangre, correcta, decente como su origen europeo, precisamente ruso.

Cuando las personas más inteligentes que yo, los más sabios me ven a los ojos y me dicen [gracias siempre IDCH], tú tienes otra clase, la de los ancestros que nos obligan y nos demuestran que debemos ser permanentemente los mejores en lo que hacemos, para estar a la altura de quienes nos dieron forma al antecedernos. Me obliga a comportarme a la altura del pasado, de la herencia de quienes le dieron vida pues soy el eco de la existencia de mis ancestros.

La otra parte de mi afortunada formación se la debo a la maravillosa madre de mi abuela Octavia, doña Victoria, receptora de tanta simiente. Dio vida de manera espectacular a nueve hijas, todas empoderadas, todas independientes, algunas divorciadas como mi abuela Santa, otras muy activas a la hora de ser “parejas”, pero ninguna dejada. Menos y de ninguna forma limitada, todas realizadas y más sólidas que cualquier varón que afortunadamente fue innecesario y las detalló por nombre: Octaviana (obvio la mayor, faltaba más), María del Refugio, Dominga, María de Jesús, Marcela, María del Socorro, Crimilda Esther, y precisamente Graciela y Guadalupe que nosotros los de adentro sabemos por qué son también hijas de la familia y como tal fueron educadas.

Mientras escribo esto, recapacito en la curiosa coincidencia que, hasta hace unos segundos, en la celebración del sacramento de la Primera comunión de mi nieta Valentina [chozno de ambas mujeres que me ocupan], identificamos que los primeros apellidos de las bisabuelas –las mías, por supuesto– fenecieron para siempre. El Fernández y el Quiñónez se fueron para no volver, pero no lo digo de forma trágica. Mi tío Pepe, y lo abrazo con orgullo, era un hombre abiertamente homosexual, valiente para su época, que fue ejemplo de fortaleza en aquella sociedad de antaño que juzgaba a mansalva. Los apellidos también quedaron en desuso por el destino marital de mi tía Nena, mi abuela Consuelo y mi Tía Olga, incluidas las previamente señaladas Quiñónez, cancelan el apellido Fernández y el Quiñónez, curiosa gracia, porque el que esto escribe sólo permitirá que esto se olvide el día que pueda dejar de gritar, cantar y escribir.

Soy lo que soy gracias a esa sangre maravillosa que hoy sigue corriendo por mis venas. Gracias al legado de las bisabuelas, mis actos han dejado huella en el tiempo. Mi voz es también fruto de sus suspiros, ojalá el eco de mis cantos llegue hasta el cielo y a sus oídos. Por cierto, ambas damas fueron parejas inolvidables de don Manuel Fernández y don Cirilo Quiñónez. A Evangelina y Victoria, mis mujeres a las que pude besar hasta el cansancio, vivirán en mi corazón mientras yo exista. A ellas les canto y por ellas soy este hombre que ama y respeta. Gracias por haber existido amadas bisabuelas.

El trabajo del poeta es nombrar lo innombrable, ustedes, mujeres mías, guardan el misterio de aquello que no puede cautivarse tan sólo con un nombre porque son más que eso.

Hasta siempre, buen fin.

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