Supongo que cada país, cada región, o incluso cada continente, tiene una celebridad con estas características. Recuerdo a más de un par que se le asemejan, que son figuras legendarias, como Porfirio Rubirosa (no tardo en escribir de él), Jack Welch, Lee Iacocca o Gianni Agnelli. De quien hablo es quizá dueño de las historias más insólitas como increíbles, tan reales como personales… es, finalmente, mi adorado mentor chilango: don Óscar Fitch Gómez. Viene aquí mi primera relación con el comentado, guía y auditor permanente que no es defeño −pocos lo son−, ya quisieran todos los que amo, adoro y conozco, conocer más que él, de ese pedazo de tierra tan querida que es la Ciudad de México, vilipendiada y admirada para los llamados forasteros o provincianos −qué etérea definición−; chilangos que no lo son, indefinidos y divertidos, como los conoce mi idolatrado tío Oscar.

Hace algunas semanas le advertí −y me recomendó que no lo hiciera− que escribiría acerca de él.

Casi me amenazó y me soltó un listado de deficiencias en mis escritos, que más que ofenderme, me llenaron de orgullo porque, efectivamente, soy bastante limitado para escribir o describir y, sin embargo, el aludido, eventualmente acabó por agradecerlo.

Tío Oscar, terrible y adorado mentor, casi pariente, el primo de mi madre, el casi nieto de mi abuela −mi madrina Consuelo, como la nombras−. Ni siquiera estás consiente de tu clase y erudición generacional, heredero de tanto conocimiento que tienes que transmitir y enseñar. Con tan sólo unos años más que el escribiente, eres el hermano mayor que la vida me regaló en este contemporáneo universo −casi alterno− que para ti y para mí resulta la Ciudad de México.

A mis casi 60 años definiré, por primera vez en este escrito, mis periplos alucinantes para alcanzar aquella tierra que por años llamamos Distrito Federal o simplemente D. F. Espacio físico que para muchos resulta excluyente y, para otros, era una meta de vida, un lugar por conquistar, como lo fue para mí.

Ahora bien, necesito trasladarme en el tiempo, hace muchos años, desde el instante en que puse un pie en esa bendita tierra, me enamoré de la capital. La llegada no podría haber resultado más fascinante. ¿Te imaginas, querida lectora, apreciado lector?, subir a un tren a los 10 años en Mexicali, Baja California, tomado de la mano de mi añorada abuela Tavo, en compañía de mis amados primos Liliana y Luis, para juntos iniciar una travesía que nos marcaría para siempre.

Me resulta, a la fecha, imposible contabilizar los días en ese vagón que se convirtió en nuestra casa ambulante, por demás mágica y llena de espacios para jugar y disfrutar. Frente a nuestros rostros infantiles llenos de emoción, pasaron ciudades desconocidas, pero estábamos listos para atender las descripciones de mi adorada abuela, convertida en una guía excepcional y siempre simpática.

Pasamos y arribamos a Hermosillo, Empalme, Obregón, Los Mochis, Culiacán, Mazatlán, y un largo etcétera de espacios, que brillaron frente a nuestros exaltados ojos hasta arribar a Guadalajara; lugar donde, por primera vez, me llené de una explosión singular. Para mí aquella era una ciudad gigantesca, vaya inocencia, como antesala, lo recuerdo ahora, para la gran llegada a la antigua Tenochtitlán. Destinó al que arribamos más tarde, en medio de la noche y un sinfín de luces que enmarcaron nuestra parada final. Ya nos esperaban dos de las personas −que apenas iba a conocer− a las que amo y amaré toda mi vida, mi tía Yolanda y mi tío Richard −mi primer mentor− al que todos los días le rezo.

Ese primer periplo fue el que me marcó hasta la actualidad, en ese alejado 1972 de hace ya casi medio siglo, se me prendió del alma de la Ciudad de México y se me fijó como una meta de vida regresar por una larguísima temporada. Algún día viviré aquí y seré muy feliz, me convencí inmediatamente, lo recuerdo.

Conocer y tratar a mis primos de “allá” fue toda una algarabía, una fiesta constante y permanente. El regreso hacia Tijuana, en medio de lágrimas, fue por desgracia en avión. Qué desperdicio, pensaba yo, cómo perder la oportunidad de seguir disfrutando las vacaciones más inolvidables de mi vida entera. Con los años viajé nuevamente a la gran ciudad una docena de veces, todas felices, todas irrepetibles, hasta convertirme en un adulto ya en otro México, con otras las experiencias.

A principios de este siglo regresé a la capital, me sentía triunfante. La ciudad me esperaba con un trabajo inmejorable, con una serie de metas increíbles y, sobre todo, con retos formidables. Era en ese momento el recién designando y flamante Director General de la Confederación Nacional de Cámaras de Comercio, Servicios y Turismo de la República Mexicana, tenía un cargo en Concanaco Servytur; oficina, celular, chofer, secretaria, pero sobre todo, tenía a México por delante, bendita bendición diría Jaime Sabines.

Al hacer y definir la colosal lista de cosas y acciones por llevar a cabo, las hojas se llenaron de rutas totalmente nuevas y, por ello, infranqueables, insólitas e inhóspitas en medio de un mar de dudas gigantescas. De ese tiempo, y no me apena decirlo, no recuerdo ni cómo se generó el reencuentro con mi tío Óscar, porque fue eso, un reencuentro: ya lo conocía y él a mí.

En los añejos álbumes de la casa de mi madre, una irrepetible fotografía enmarca la presencia de mi tío con menos de un año, sobre el regazo de su madre, la querida tía Graciela Gómez de Fitch, el día que lo bautizó mi abuela Consuelo. Él, además, estaba acompañado nada más y nada menos que de mi bisabuela Evangelina y mi hermosa progenitora con escasos 12 o 13 años. No podríamos ser más familia, más unidos, cuando su padre, don Óscar y mi abuelo don Ramón, definieron el principio de amistad e integración generacional.

A partir de ese señalado reencuentro en la Ciudad de México, me tomó bajo su brazo y se convirtió en un guía, en un mentor sin parangón. Mi tío Óscar Fitch Gómez me llevó por todos los vericuetos, los intrincados caminos y secretos que tiene el sistema político, económico y social de nuestro país. Conoce a todos y todos lo conocen, lo respetan e incluso lo admiran. El aparato de gobierno, de los organismos empresariales, las cámaras y el etcétera que compone al Estado mexicano, no tienen secretos para él. Los abre, los revisa y desarma como una caja fuerte de su propiedad, pero lo hace de una forma tan fina y elegante que, con su clase natural, nadie, absolutamente nadie, ni nada lo detiene.

En los últimos 20 años, hemos tenido exitosas travesías, gracias a su trato impecable, tiene un par de años que dice que se retiró, aunque no lo parece, porque siempre está vigente. Su familia es maravillosa: Maru, mi tía, una regia muy regia, una señora exquisitamente fina, me ha tratado invariablemente como su sobrino favorito, es una delicia la convivencia con ella, lo mismo en Madrid que México.

Jamás olvidaré, por cierto, la boda de su hijo mayor en Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos. Aquella fue una convivencia mágica donde vivimos una gran experiencia bajo su manto protector, desbordado de cariño. Hay que mencionar que esa maravillosa unión ha quedado bendita ya con el arribo de su primer nieto Gobind Nanak, que seguramente heredará la gallardía de su abuelo y la belleza de su abuela. Los hijos del tío Óscar, son tres elegantes varones que son su adoración.

Jóvenes exitosos, pero sobre todo felices y orgullosos de su casa, cuna, origen y destino. Benditos Óscar, Jorge y Juan, los abrazo a la distancia.

Óscar Fitch Gómez es, por mucho, el tijuanense más exitoso y reconocido en la Ciudad de México, caso curioso, porque lo mismo sucede donde se pare, en la propia Tijuana que es su máximo orgullo, pero lo mismo ocurre desde Mérida hasta Matamoros, pasando por cualquier ciudad de nuestro maravilloso país. No hay un rincón donde no tenga amigos, familia y un gran conocimiento de cualquier espacio, donde actúa invariablemente como local y así lo siente.

La trayectoria de su vida profesional es toda una suerte de viaje fantástico, su experiencia laboral es tan amplia, tan universal, que tiene las anécdotas más variadas; fue lo mismo un “mandil” en la cadena Anderson (Frogs, Life, Charlie´s, Tillys), íntimo amigo de los fundadores Carlos Anderson y Chuy Juárez, que un brillante hombre de negocios.

El ascenso de su espectacular desempeño incluyó los más altos niveles en las principales empresas y corporativos a nivel nacional y global, su desempeño en espacios del sector público ha sido ejemplar y dejó marcas inalcanzables y aun así, jamás, ni por un instante, pierde su rasgo más distintivo: una sencillez que te desarma inmediatamente, un encanto natural, que engancha permanentemente.

Gracias infinitas, efusivas gracias, tío. Mi más sentido y profundo agradecimiento vivirá eternamente en mi corazón: por ti, por tus enseñanzas, por tu monumental generosidad, Óscar querido, querido tío Oscar.

De ti aprendí, parafraseando a Winston Churchill que: “Un hombre hace lo que debe, a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, peligros y presiones, y eso es la base de la moral humana”. Abrazo fuerte, mi eterno maestro.

Hasta siempre, buen fin.

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