El Círculo de Bellas Artes de Madrid se alza en el corazón de la gran ciudad como un ícono de la sensibilidad española. Entre sus paredes lo mismo conviven las máscaras de Tespis que la reverberación de las cuerdas y el sonido de los vientos. Es un palacio en todo el sentido de la palabra, un espacio que condensa en sí mismo la historia de la humanidad, y por qué no decirlo: parte de la historia de nuestra patria que es México y no pretendo entrar en el debate purista.

Para escribir esta columna debo de trasladarme en el tiempo, así como hace cualquier viajero al llegar a Madrid, aunque no tan atrás en el pasado para encontrarme a Lope de Vega por las calles. Era la noche en que el Premio Ortega y Gasset se entregaba a los periodistas más selectos que trabajaban a favor de la libertad de pensamiento en el mundo. Francamente no quiero recordar con precisión el año entre 2006 y 2007 porque la coincidencia de personajes resultó abrumadora; estaban Almodóvar, Garzón, Zepeda, Cacho y un largo etcétera, además de nosotros, ni siquiera recuerdo la amplia versatilidad del nosotros, no viene al caso.

Ese nosotros, a propósito, estaba compuesto por los galardonados por el premio del Grupo Prisa, que anualmente reconoce a los actores más importantes a nivel planetario, por el ejercicio de la libertad de expresión, su defensa y el enaltecimiento de sus valores, por sí mismo un acto más que justo de quienes detentan el sublime honor de ser seleccionados. Curioso y entusiasmado, sin

esperarlo [no había forma de saberlo] quedé sentado en la primera fila en medio de dos grandes personajes universales, muy visibles y señalados por la comunidad de Madrid: a mi derecha, el juez Baltazar Garzón; y a mí izquierda, don Fernando Fernández-Savater Martín, en efecto el escritor de la obra de divulgación filosófica más importante de los últimos 35 años, Ética para Amador.

Quisiera presumir que los reconocí a ambos, realmente no fue así. Al jurista español de la Audiencia Nacional lo identifiqué al instante y me quise concentrar en él; sin embargo, mi compañera al ignorarlo y concentrar toda su atención en don Fernando me desarmó con la inolvidable pregunta que le hizo al filósofo: “Querido maestro, ¿en qué se concentra estos días su maravillosa cabeza?”, don Fernando contestó con una infinita humildad: “Ay corazón, hermosa, voy a escribir sobre los marcianos, ¿cómo la ves?”. La respuesta de aquel hombre me resultó directa y juguetona.

El evento inició 30 segundos después, pero a tres lustros transcurridos jamás podré olvidarlo. El inesperado honor de haberlo conocido en esas circunstancias y, desde entonces, seguirle la huella en cada acción de hombría que realiza prácticamente todos los días el líder moral de la ciudadanía valiente, el autor de Contra los parias y Voltaire contra los fanáticos, además férreo luchador en contra de los idealismos terroristas de la ETA, me ha llevado a intentar discernir esa realidad que permea a través de su pensamiento hacia sus fieles lectores.

Esta semana leí una nota sobre su último libro. Hasta la fecha no sé por qué pensó en dejar de escribir, y por qué final, y afortunadamente, no lo hizo. Pero no me voy a concentrar en eso, sino en los 90 minutos que lo tuve y lo mantengo a mi lado. Sigo pensando en su cálida respuesta, fue la de un genio y sabio, la de un español que, en su caso, con su justa dimensión, nos sigue educando.

De don Fernando retomo esta frase como mantra: “Se suele oír «Hay que respetar todas las ideas». Pero ¿por qué?… Hay que respetar a todas las personas, pero no todas las ideas… Creo que es una forma de salud mental el reconocer que hay ideas infinitamente peores que otras… que no son comparables a otras, que son peores, que son inferiores, en su eficacia, en su dignidad, en su peso… El problema es que las personas tenemos la tendencia a «corporeizarnos» con nuestras ideas”. Me ha enseñado, pues, a olvidar el pensamiento absoluto, a no casarme ni con mis propias ideas.

Seres humanos como el maestro Savater, en su defensa, en su valor, enarbolan la libertad que nosotros creemos tener y merecer. Ojalá algún día rectifiquen algunos radicales que abundan, como algunos musulmanes o extremistas religiosos, que nos merecemos la libertad de luchar por nuestros ideales, pero de manera pacífica e inteligente. Nos toca a nosotros enseñar a nuestros hijos, padres y hermanos, además de nuestros nietos a vivir sin violencia y a enseñarles sobre todo el significado de lo que significa la libertad plena.

Gracias infinitas, maestro inolvidable, por esa noche mágica que pude compartir con usted. Espero que su cálido saludo e infinita sencillez me hayan obsequiado algo de su innegable maestría, lo acompaño en su luto y lo admiraré por toda la eternidad. Para despedirme, maestro, tomo de su libro Aquí viven los leones, la siguiente frase que me desarma por taurino: “«Ya no te falta para la gloria más que un toro que te mate en la plaza». Y Belmonte contestó, sumiso: «Se hará lo que se pueda, don Ramón»”. Qué forma de aceptar el destino, gran lección de vida.

Hasta siempre, buen fin.

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