“Mi más grande y brillante logro en la vida fue mi habilidad para persuadir a mi esposa a que se casara conmigo”, sabias palabras de Winston Churchill que se me antoja poner en los labios de mi padre, a quien le pido su venia para hacerlo y no obstante ya lo escribí sin darle tiempo a contestar. Dicen los incredulos que la perfección no existe, declaran los creyentes que lo único perfecto en el universo es Dios. Pero yo creo en la perfección, ¿cómo no hacerlo? Creo que es posible lograrla. Me consta, la he vivido y la he disfrutado, sin ella yo no existiría, de eso doy fe con orgullo y en esto va una declaración de principios.

El 31 de julio del año en curso mis padres cumplen 60 años de casados. De vivir un matrimonio maravilloso, ejemplar y único, una primera prueba de la perfección, por supuesto. Si ellos, lo digo sin reparos, no se hubieran conocido entre las tardes y los días, entre la lluvia pasajera y el calor de esta tierra, si ellos no se amaran (como aman los poetas), si no me hubieran concebido, no existirían las voces de mis hijos que nutren mi felicidad, ni las sonrisas de mis nietos.

Esta reflexión filosófica de nuestra existencia familiar la hemos compartido, tanto mis hermanos como yo, de forma recurrente en las celebraciones que llevamos a cabo año con año en el aniversario de mis padres. Aclaro que no siempre le dimos la justa dimensión al asunto. Algo que debió ser tan obvio no lo era. En ocasiones necesitamos que el mundo nos sacuda para revalorar la vida. Recapacitamos todos acerca de la vida de nuestros padres cuando, entre anécdotas, entendimos el resultado magistral y milagroso de esa unión e integración entre una mujer y un hombre que se amaron, aman y a la fecha se toman de la mano al caminar y bailar, energía bendita que aún crece en sus cuerpos.

Cuando Carlos Franklin Mora Quiñónez y Consuelo Álvarez Fernández se conocieron hace más de medio siglo, surgió el amor, así de sencillo. Así de novela, así de real, como Romeo y Julieta de William Shakespeare, como Michael y Apollonia de Mario Puzo, como cualquier novela de amor o película que nos abraza en llanto al disfrutar una trama pasional. Aunque el amor de mis padres perdura, me detengo a pensar cuántos otros apasionados novios secretos sufrieron separados y atormentados por lo que no se logró.

El amor de mis padres me hace recordar una película titulada Made in Heaven de 1987, dirigida por Alan Rudolph, donde una pareja que se conoce en el cielo debe refrendar su amor en la tierra una vez que reencarnan, lo cual se torna complicadísimo pues la única memoria que tienen ambos es la reminiscencia, como un eco, de esa pasión fraguada entre ángeles. No contaré el resto. Si tomo ese filme como referencia del romanticismo consumado, mis padres tienen la fortuna de haberse reencontrado en esta tierra.

Cuando hablo de la perfección me refiero a las vidas que nacieron y se gestaron de esa pasión entre mis padres, de quienes es fruto la afortunada existencia de 25 personas maravillosas, por demás perfectas como todo ser humano puede ser. De mis padres son cinco hijos, cuentan 11 nietos y nueve bisnietos más los que arriben en años venideros. Y por supuesto, no podría ser de otra forma, a pesar de tantas alegrías y bendiciones también se han derramado lágrimas, se ha sufrido y aún así veo la perfección absoluta en cómo mis padres se sobrepusieron a las penas y mantuvieron la fe. Jamás he visto a mi Madre fallar y nunca he visto a mi Padre doblegarse, ¿cómo podrían si jamás faltaron las miradas de amor y las bocanadas de aire hechas de suspiros de amor por cada uno de sus hijos? Durante 21 mil 900 días y 525 mil 600 horas ambos han vivido ejemplarmente el uno para el otro.

Aquellas primeras horas de amor fueron las más difíciles, los criterios familiares se oponían al encuentro entre ambos. Una limitación, mejor dicho, un punto de vista generacional que se contraponía al amor juvenil de los amantes. Las viejas costumbres o simplemente una falta de visión a largo plazo, desposeída quizá de fe y esperanza, pusieron en jaque lo que considero el más perfecto amor de todos los tiempos. El noviazgo y victoria duró cuatro años. Luego el matrimonio fue precioso, las fotografías dan fe a cabalidad de ese momento idílico. Quien escribe esto, que por cierto es el primogénito de esa unión, nació exactamente a los nueve meses de la primera noche de amor y entrega en pleno corazón de San Diego, en el añorado Hotel Islandia, en donde tantas veces celebramos el acontecimiento. La luna de miel de los enamorados fue larga y divertida, hicieron un recorrido por Estados Unidos y viajaron a través de medio territorio mexicano y, durante esos periplos, mi madre, sin saberlo, me llevaba ya en su vientre.

En aquel tiempo, mi madre tenía 19 años y mi padre 24. Qué hermosa y juguetona juventud que hasta la fecha los abraza y los abrasa haciéndolos resplandecer. En su aniversario, en cualquier onomástico, en todos los festejos, son sin duda los primeros en llegar y los últimos en marcharse, son felices disfrutando de la alegría de sus hijos. Ambos se mantienen como pilares que todo lo soportan, como fragua que los ha unido por siempre en el tiempo. Por cierto, Carlos, Marco Antonio, Consuelo Celeste, Fernando y Karina fuimos los primeros cinco hijos; ambos pensaron en tener cinco hijos más, sin embargo, mi padre dice que “se le cansó mi madre”, hasta eso estuvo perfecto.

Los hijos nos casamos muy jóvenes. Los nietos llegaron antes de que mi Madre arribara a los 40 años y, sin embargo, nuestros retoños también son sus hijos: Carlos Francisco, Miguel Ángel, Consuelo Celeste, Melissa, Maximiliano, David Alonso, Fernando, Rodolfo Martín, Viviana, Marco Antonio, Julio Cesar. Los nietos que hoy se suman a los bisnietos son: Carlos Alexander, Valentina, Isaac, Santino, Bella, Sofía, Mateo, Emiliano, Carlo Alberto, qué descendencia y cuanta algarabía, supongo, serían las coplas del argentino Alberto Cortez, que narran la vida amorosa de mis padres: Te sigo queriendo, valga la osadía, / Con la garantía de mis pobre sueños, / Es decir, empeños porque todavía, / Vive el alma mía de seguir creyendo. / Como el primer día, como el primer beso / Y el primer exceso de melancolía. / Como la folía del primer intento, / Como el argumento de una profecía. / Como el primer día te sigo queriendo.

Mis padres son perfectos y llenos de un bendito amor. En su larga travesía de aprendizaje y enseñanzas, de ejemplos puros y directos, lo dieron todo por nosotros en todo momento y en todo lugar. No hablaré, por cierto, de cosas materiales, nunca nos faltó nada, ni el hogar adecuado, ni la mejor escuela, mucho menos lo básico. Ellos sembraron en nosotros algo muy especial desde el inicio, una especie de liderazgo en nuestra formación, respetando cada una de nuestras personalidades. Nos enseñaron también a no competir con nadie, con nada, sólo con nosotros mismos. A trabajar por nuestras metas y retos, a luchar por todo sin limitaciones para lograr siempre el éxito. Cada uno de nosotros, los hijos, a su modo y forma es un hombre y una mujer exitosa en su campo de acción. Todo se lo debemos a nuestros padres. El resultado, por cierto, los nietos son asombrosos e impredecibles, académicos e intelectuales desbordantes, jóvenes increíbles por sus avances y en la vida de ellos está presente siempre la mano de mi padre y de mi madre.

Todos los nietos y ahora los bisnietos (un revoltijo de nueve seres que son sangre de nuestra sangre y que van desde el más pequeño hasta los 11 años, mi nieto, por cierto el mayor), son la esencia de la mezcla selectiva del Mora Álvarez. Mezcla de sangres hoy enriquecida con la integración de nuevos apellidos como: Marrufo, Smith, Soto, Ochoa, Mendoza, y otros que no me atrevo a incluir por lo pronto y otros más que deberán esperar, me refiero a las nuevas parejas, al aniversario 75 que, con la gracia del Creador, así será. Qué vida tan hermosa la de mis padres, qué larga profecía, qué bendita y perfecta familia. Gracias a ese primer beso, a ese encuentro, a ese primer rayo que los iluminó y que hoy los vuelve incandescentes.

A mi madre y a mi padre les digo que los amamos, feliz aniversario número 60, les deseamos todos los que salimos de ustedes, los que respiramos su amor, los que sienten hasta la fecha el roce de la barba del beso del abuelo, la mano serena de la abuela que siempre siembra un poco más de amor.

Hasta siempre, buen fin.

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