En la década de los treinta del siglo XX, se respiraba conflictividad en Europa. Los partidos políticos fuertemente ideologizados dividían a las sociedades y acusaban a un élite perversa y egoísta de ser la causante de los males económicos del pueblo (nazis) o los trabajadores (comunistas). La exclusión del enemigo mediante la confinación en campos de concentración, la expulsión de sus lugares de origen o residencia y el asesinato se extendió por el mundo.

La consecuencia de este ambiente político-social fue la continuación de la Gran Guerra concluida en 1918 y en 1939 con la invasión alemana a Polonia, que se rindió 36 días después del inicio de la Blitzkrieg (guerra relámpago), se detonó la conflagración mundial mas destructiva y genocida en la historia de la humanidad.

En ese momento comenzó el esfuerzo bélico en los países democráticos de occidente que se expresaría en su mayor magnitud dos años después con la orientación de la industria a la producción de bienes militares y la movilización de tropas. Los países bien gobernados actuaron con prudencia y se prepararon para sobrellevar la escasez y carestía que origina la concentración de los recursos en los frentes de conflicto.

Hoy estamos (espero equivocarme) al borde de una guerra de gran magnitud. La invasión a Ucrania tiene una siniestra similitud con la anexión hitleriana de los Sudetes en 1938, en la que se mostraban las ambiciones por mayor “espacio vital” de un régimen autoritario (totalitario) que ocupó un territorio sin represalias efectivas de la comunidad internacional por la división, la debilidad o la falta de preparación para la guerra de las potencias democráticas.

En la actualidad, una solución diplomática mostraría las flaquezas de Europa como la dependencia energética de Rusia o la falta de compromiso efectivo de la OTAN para la defensa de sus miembros de un ataque ruso y la consecución de los objetivos de la invasión sería una amenaza a la convivencia pacífica que orillaría, más temprano que tarde, a una declaración de guerra para contener el regreso pretendido a la época de gloria de la Unión Soviética.

El efecto inmediato en los países no involucrados directamente en el conflicto actual fue el aumento de los precios de la energía, lo que introdujo fuertes presiones inflacionarias y distorsiones a las finanzas públicas. También, habrá una ruptura de cadenas de comercialización y atracción de bienes y servicios a las regiones más ricas del mundo.

Si el conflicto bélico no escala y queda en una guerra regional con el abandono del escenario de los Estados Unidos y la resignación de Europa ante el poderío militar ruso, los precios de los petrolíferos volverían a niveles normales.

En este contexto, debemos analizar la decisión del gobierno de México de subsidiar a la gasolina y el diésel asumiendo un costo de fiscal de más de 300 mil millones de pesos si se prolonga el no cobro al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios por todo el año más el estimulo complementario que, en los términos actuales, implicaría más de 200 mil millones de pesos anuales, que suman medio billón de pesos.

No es cierto, aunque sean los otros datos presidenciales, que los mexicanos seamos más eficientes en la refinación de gasolina, ni que produzcamos a menor costo que en los países más avanzados económicamente. En nuestro país, los precios de los petrolíferos son baratos porque se subsidian para evitar los “gasolinazos”, lo que aumenta la popularidad del gobierno. Paradójicamente, el subsidio a los combustibles es un gasto regresivo, es decir, los grupos de mayores ingresos reciben la mayoría de los beneficios de estos estímulos en perjuicio de los pobres.

En un contexto de incertidumbre respecto a la magnitud y duración del conflicto ruso-ucraniano, subsidiar la gasolina es casi suicida para un país. La quema (literal) de casi el 10 por ciento del presupuesto federal en estímulos a los combustibles es reducir el recurso destinado al gasto social y la limitación de generar reservas para hacer frente a las eventualidades de la guerra (carestía y escasez de alimentos en el mercado mundial).

La circunstancia de inestabilidad internacional, no atribuible al gobierno, es un buen momento para proponer un sacrificio a las clases medias en el uso del automóvil y reducir el consumo diario de gasolina de cerca de 780 mil barriles mediante la libre fluctuación de su precio sin que haya subsidio. Esta estrategia ayudaría a la racionalización de los recursos y al ahorro de los excedentes de la venta de crudo con el propósito de contar con recursos en el supuesto que el conflicto se intensifique o prolongue.

El dogma del “no al gasolinazo” para mantener la popularidad presidencial puede resultar demasiado oneroso al presupuesto en un momento histórico en el que la prudencia y el buen manejo de los recursos públicos se impone.

Investigador del Instituto Mexicano de Estudios 
Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales
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