En la encuesta nacional de Buendía & Márquez para El Universal (29-08-22) la aceptación del presidente López Obrador es del 62 % y la cifra no ha variado mucho en los últimos meses, lo que contrasta con la evaluación ciudadana de su gobierno en áreas sensibles como seguridad pública y corrupción donde se han deteriorado. Las cifras de otras mediciones de opinión muestran que hay una variación entre el apoyo a la imagen del presidente que es alto y la satisfacción de su gestión que es baja.

La administración pública posee dos fuentes de legitimación: la institucionalidad y los resultados. La primera, con la caída del Muro de Berlín, en la década de los noventa, se relacionó con los valores democráticos liberales que era el sistema socialmente aceptado en un Estado social de derecho que debe comportarse bajo un régimen normativo previo y la segunda son los rendimientos que se obtienen con la producción y distribución de políticas, bienes y servicios públicos con base en criterios de evaluación del desempeño.

Ambas fuentes, se convierten en la explicación del éxito o fracaso de un sistema político y la eficacia del mismo para convocar a la población a unirse a una acción en un sentido determinado e imponer un rumbo a la sociedad. El gobierno de la autollamada 4T, en el cuarto año de gobierno, goza todavía con suficiente aceptación social como para presentarse como una mejor vía que la que representan los gobiernos anteriores o sus opositores y pretender obtener el triunfo electoral en las elecciones a gobernador en el Estado de México y Coahuila en el 2023 y en las presidenciales en 2024.

El panorama político para Morena y sus aliados está aparentemente despejado y navegan viento en popa con una oposición incapaz de ganarle en las urnas lo que no es explicable si se analizan los resultados de la gestión de sus gobiernos, que no han dado los rendimientos esperados, conforme lo muestran las encuestas, las evaluaciones y cifras de las entidades gubernamentales y las no gubernamentales. Sólo el presidente tiene otros datos en los que la incidencia delictiva baja, la economía está en jauja y la corrupción ya no existe.

En los inicios del siglo XXI, el optimismo por la alternancia en el poder, la democratización y la modernización administrativa ligada a la transparencia, la rendición de cuentas, la evaluación del desempeño público, la profesionalización, la emisión de códigos de ética y el mayor acceso a servicios públicos como el uso del internet, entre otros, rápidamente se convirtió en una gran desilusión por la falta de resultados tangibles a la mayoría de la población y el deterioro de la imagen de la autoridad por el ejercicio corrupto del poder.

El fenómeno de pérdida de legitimidad afectó a las dos fuentes: la institucional en la medida que el proyecto de la democracia representativa se desgastó por la incapacidad para decantar los valores de una sociedad que cambiaba profundamente por los efectos de la globalización y por la exclusión de grandes sectores de la población del bienestar económico y aquella obtenida por los resultados de la acción gubernamental que concentró los beneficios en un grupo poblacional relativamente reducido y compartió los costos con todos, por ejemplo, lo que sucedió en las pensiones.

Este fenómeno ocasionó que la legitimidad institucional basada en los valores del Estado democrático de derecho fuera cuestionada profundamente por grandes sectores de la población, que dirigieron la mirada a propuestas populistas, nacionalistas e intolerantes que ofrecían dar un giro de ciento ochenta grados, pero sin construir una nueva institucionalidad más allá de aquella que recurre a la confianza en un líder para lograr el consenso, la cual es endeble por su condicionamiento con la suerte política o la salud de una persona.

Además, la inercia por la legitimidad por rendimientos prevalece y con ella las exigencias sociales para que haya una mayor y mejor proveeduría de bienes, servicios y políticas públicas, que no se puede lograr sólo con la narrativa del cambio de rumbo.

Esto explica que la aprobación alta de la imagen presidencial conviva con una baja percepción de la eficacia y eficiencia de su gobierno y que los datos negativos de su gestión (menor acceso a la salud, mayor inseguridad y desempeño económico malo) no afecte su popularidad.

La legitimidad de la institucionalidad de la democracia representativa ya no es suficiente para generar confianza en que este arreglo es mejor que otros, ni que sea el más adecuado para que genere rendimientos a las mayorías, lo que explica que hayan surgido líderes que obtienen popularidad destacando sus defectos, pero no han podido proponer una nueva institucionalidad diferente al regreso al pasado autoritario.

El dilema de la autollamada 4t es que la legitimidad por resultados puede ser la que impere en los procesos electorales venideros y ese es un terreno en el que sus gobiernos han quedado a deberle a la ciudadanía.


Investigador del Instituto Mexicano de Estudios
Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales
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