Érase una vez un niño que quería todas las canicas de su palomilla. Durante el juego, las acumulaba en sus manos y en los bolsillos de sus pantalones. Cuando ya no podía guardar más, improvisaba una bolsa con las faldas de su camisa y ahí las ponía.
Las canicas que más le gustaban eran las agüitas, porque eran ligeras, sin ninguna decoración, sencillas como el pueblo, aunque quebradizas. Las petroleras, que eran de colores opacos, las deseaba todas y cuando veía una en poder de otro niño se las arrebataba alegando que nadie más que él debía poseerlas. Las bombochas y las bolinchinas eran su fascinación.
Las canicas ojo de gato, japonesas y trébol eran vistosas y complejas. No se imaginaba como podían fabricarse, pero también las acumulaba. Las canicas las ganaba en el juego o se las quitaba a otros niños alegando que nadie más que él podía tenerlas. Las depositaba en unas cajas enormes sin ningún orden, ni concierto. El deseo por tener más y más canicas era irrefrenable y no quería que nadie más tuviera.
En los primeros días de esta obsesión, jugaba con otros niños al tirito o al círculo, pintaba su raya, pero cuando se distraían sus oponentes no la respetaba y daba el garnucho por delante de la raya. Cuando perdía se enojaba y señalaba como tramposo al contrincante. Aprendió que si él violaba las reglas y acusaba a los demás de hacerlo, podía quedarse con más canicas. Siempre las interpretaba a su favor y quien se oponía era un perverso que deseaba acabar con el juego tradicional de las canicas. Le molestaba que hubiera árbitros independientes.
Durante el juego, lo que más le gusta era cantar el “chiras pelas” con lo que amenazaba al contrincante con quedarse con todas sus canicas y expulsarlo del juego. Después que tuvo muchas cuicas, a quien no se alineaba a sus deseos, les quitaba sus canicas y les impedía jugar.
Cada vez que acumulaba una canica más, se preguntaba lo que iba a hacer con ella, pero no sabía y se limitaba a pregonar que él era dueño de la mayoría de las canicas y los que en su palomilla todavía tenían algunas le obedecían o no los dejaba jugar, donde sólo ganaba quien el determinaba y acomodaba las reglas a su conveniencia. Rápidamente, subyugó a los árbitros.
Las ágatas eran un auténtico tesoro y eran poquísimas las que había. Éstas fueron las primeras que acaparó, en ninguna circunstancia las arriesgaba en el juego y cuando lo hacía era porque sus incondicionales ya se habían puesto de acuerdo para echarle montón a quien osara oponerse al niño ambicioso y lo acusaban de tramposo para castigarlo con la entrega de sus canicas.
Un día se concertó una competencia con otra palomilla. El niño que quería todas las canicas decidió que nadie le iba ayudar a derrotar a los contrincantes que tenían más canicas y mejor puntería. Los que habían sido desplazados en su palomilla todavía tenían algunas cuicas chinas, lechosas y palomo. Estas últimas eran elegantes y de mármol y podían ser muy útiles en la contienda, pero rechazó la colaboración. Él creía que podía ganar sólo.
Sin embargo, tenía dos dificultades: las canicas que había guardado no estaban clasificadas por tamaño, valor y color por lo que elegir la idónea para la competencia era casi imposible y tenía un dedo pulgar demasiado pequeño para las bombochas. Además, en este juego él no fijaba, ni interpretaba las reglas. La codicia y la sed insaciable de reconocimiento lo cegaron e inició el juego solo con el apoyo que las porras, pues el niño que quería todas las canicas no aceptaba consejos. Él creía equivocadamente conocer las cualidades de todas las canicas y sólo controlaba con precisión las más populares que eran las agüitas y confiaba demasiado en la dureza y tamaño de las petroleras.
La desventaja era evidente, pero el niño que quería todas las canicas ya había pregonado que el tenía domados a los contrincantes. El se las iba a arreglar sin ayuda y quien dijera lo contrario sería expulsado de la palomilla sin llevarse ninguna canica.
Si un niño en una palomilla excluye a todos o controla el resultado de los juegos entre ellos, no habrá competencia, ni diversión y cuando enfrente a contrincantes externos perderá y las reservas de canicas de la palomilla se reducirán. Al final todos pierden, aunque uno cree que gana porque controla las cuicas y conserva para él las ágatas.
Esta es la historia del estatismo. La competencia económica languidece, las sociedades empobrecen y los actores políticos y sociales pierden autonomía. Sólo esperan a que el niño que tiene o controla todas las canicas les permita jugar.
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