Las audaces declaraciones del presidente sobre la pax narca que experimentan estados como Sinaloa son la verbalización de una idea con la que no solo este gobierno sino muchos mexicanos coquetean. La intuición es que el combate frontal al crimen organizado desató la escalada de violencia de las últimas décadas y que, ante ello, es preferible hacer lo inverso: no combatir a esas organizaciones para desincentivar la violencia.

En principio es simple: ahí donde hay una hegemonía territorial, ya sea del Estado o de un grupo criminal, la competencia se reduce y los incentivos para ejercer la violencia tienden a ser menores. El caso más dramático ni siquiera es Sinaloa, donde en realidad la tasa de homicidios es casi 3 veces superior a la tasa mundial. El caso más ejemplar en nuestra historia reciente fue Nayarit, donde en tiempos del fiscal Edgar Veytia –hoy preso en los Estados Unidos–, se construyó un modelo de control criminal gestionado y preservado desde las instituciones del Estado. En esos años (2015-2016), la violencia homicida en Nayarit alcanzó uno de sus niveles más bajos desde que existen cifras confiables.

El problema es que esas hegemonías no son perfectas ni sostenibles. En el caso de Nayarit, el arreglo pacificador resultó endeble; al año siguiente del arresto del fiscal los homicidios se triplicaron y regresaron a niveles previos al “pacto”. Además, salieron a la la luz innumerables efectos colaterales de esa paz: violaciones a los derechos humanos, extorsiones, despojo de tierras, y un sinfín de abusos que reafirman que ahí donde se asienta el crimen organizado, se expanden sus actividades extractivas.

Es pertinente desmontar otro mito: el de la pax narca del priismo hegemónico del siglo XX. Contrario a la creencia común, ni el país era tan pacífico ni los acuerdos político-criminales eran estables, pues el régimen priista no era tan centralizado como se asume. Los cacicazgos locales importaban y las disputas políticas constantemente detonaban violencia criminal. Cuando, por ejemplo, los gobernadores arrebataban el control criminal a los alcaldes o a sus predecesores, o cuando la Policía Judicial Federal tomó el control de las “plazas”, que más tarde quedarían en manos de la Dirección Federal de Seguridad, las redes de protección del Estado sobre el crimen organizado se alteraban y se incentivaba a combatir para establecer nuevos equilibrios.

Hoy el mapa político-criminal es mucho más complejo que en aquellos tiempos. Si bien avanzamos hacia una nueva hegemonía política, el país sigue estando bajo un sistema pluralista y federal cuya regla es el cambio político, lo que hace inestables los acuerdos criminales. Por otro lado, las organizaciones armadas hoy son más difusas y atomizadas. El Cártel de Sinaloa se podrá portar bien en su tierra, pero fracciones de esta organización son las principales causantes de otros focos de violencia como Sonora, donde combaten con su viejo aliado Caro Quintero, o en Zacatecas donde auténticamente le hacen la guerra al Cártel Jalisco Nueva Generación. De otros estados como Guerrero ni hablemos, ahí el ecosistema armado se cuenta por decenas y el Estado es apenas un jugador más.

La evidencia nos indica que el combate frontal y generalizado al crimen organizado, particularmente en el periodo 2007-2011, provocó la atomización de las organizaciones criminales e incentivó la violencia. Correcto, pero la evidencia también nos indica que los pactos político-criminales tampoco funcionan: los criminales no se auto restringen y cuando lo hacen es por medio de un frágil equilibrio.

Revertir la atomización de los grupos armados no es mala idea para pacificar al país, pero eso no se consigue dejando de combatirlos o pactando con ellos, sino usando la fuerza del Estado de forma disuasiva; combatiendo con estrategia y focalización, y apuntando a equilibrar las disputas territoriales. Haciendo del Estado el gran árbitro de los conflictos y no un simple espectador. Y mientras se resuelven esas necesidades inmediatas de pacificación, se debe avanzar hacia el objetivo de largo plazo: expandir la hegemonía del Estado a través de instituciones civilizatorias. Con el laissez faire criminal, no se hace ni lo uno ni lo otro.

Socio de DataInt 

 

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