Muy pocos aciertos ha tenido el presidente López Obrador en lo que va de su sexenio. Tan magros y decepcionantes han sido hasta ahora sus logros que es comprensible que quiera alardear de al menos un gran éxito en lo que resta de su mandato. Visto así, el acuerdo presidencial publicado el 22 de noviembre pasado parecería ser justificable, pues con su promulgación solo se pretendería, en apariencia, acortar los procesos administrativos para que el presidente pueda presumir la conclusión de al menos uno o dos de sus megaproyectos: la refinería en Dos Bocas, el Tren Maya o el aeropuerto Felipe Ángeles (incluidas las interconexiones viales que mucho tardarán en hacerse).
Nada más que, poca cosa, dicho acuerdo presidencial viola los artículos 6, 28 y 134 de nuestra Constitución. De manera sorprendente, por no escribir surrealista, el citado acuerdo administrativo determina, para conocimiento y cumplimiento de los actuales secretarios de Estado del gobierno federal, que es materia de interés público y de seguridad nacional la realización de proyectos y obras de infraestructura en sectores tan diversos como los de comunicaciones, de salud, de vías férreas y de turismo. De chía y de limonada.
La anomalía más evidente del acuerdo radica en considerar los proyectos de inversión pública como de seguridad nacional. Esto se hizo con alevosía y ventaja en Palacio Nacional pues, conforme al artículo sexto constitucional, aunque casi toda la información gubernamental debe ser siempre pública, ésta puede quedar reservada si compromete la seguridad nacional de México. Por tanto, el acuerdo cubriría con un gran manto negro todos los procesos administrativos de la inversión pública federal, desde las licitaciones hasta el ejercicio del gasto mismo, por lo que resta del sexenio.
Por fortuna, nuestra Carta Magna ya contiene una salvaguarda para evitar ese atropello potencial. De acuerdo con el artículo 28 constitucional, la decisión de si un determinado programa de gobierno es realmente de interés público para la nación, si sí o si no, le corresponde al Congreso de la Unión y no al poder Ejecutivo. Así pues, ese mero acuerdo administrativo puede ser fácilmente controvertido, en cualquier día y a cualquier hora, por los diputados o los senadores de la República.
Pero la violación de la Constitución debido a ese acuerdo no quedaría allí. El artículo 134 constitucional establece que tanto el gobierno federal como los gobiernos locales deben administrar sus recursos económicos con eficiencia, eficacia y transparencia para satisfacer los objetivos a los que estén destinados. De tal manera que, en particular, las contrataciones de todo tipo de bienes, servicios y obras deben adjudicarse a través de convocatorias públicas, para así asegurar al Estado las mejores condiciones disponibles en cuanto a precio, calidad y oportunidad. Justo al revés de lo que pretende hacer ahora el Ejecutivo Federal con sus inversiones públicas durante el resto del sexenio.
Urge que las instituciones directamente afectadas por dicho acuerdo, en particular el Congreso de la Unión y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai) promuevan las correspondientes controversias constitucionales ante la Suprema Corte. De que las ganan, las ganan. Pero entre más se tarden, mayor será el área cubierta por el manto negro que ya se está tendiendo en Palacio Nacional.
Profesor del Tecnológico de Monterrey