Con el poder que le confiere la presidencia de la República, junto con el hecho de tener mayoría en el Congreso, Andrés Manuel López Obrador tuvo a bien anunciarnos con antelación, desde hace medio año, faltaba más, tres grandes reformas que pretende llevar a cabo en este 2022.
Una de ellas es la relativa a la Guardia Nacional, la cual López Obrador propone que pase a formar parte de la Secretaría de la Defensa Nacional, tal cual, a partir de 2023. La razón que tuvo a bien compartirnos al respecto es que no quiere que la Guardia Nacional se “eche a perder”. Esta reforma, que implica una militarización que ha sido ajena a México desde hace décadas, será, entre las tres, la que podría ser aprobada más fácilmente por el Congreso actual.
Las graves consecuencias que tendría ese cambio administrativo han sido ya bien documentadas por varios analistas expertos en el tema, entre ellos por Alejandro Hope y Héctor de Mauleón cuyas contribuciones en EL UNIVERSAL no tienen desperdicio. Pero esta columna no puede dejar pasar de largo, si no por otra cosa que por su carácter chusco, la razón presidencial dada para justificar tal reforma: la Guardia Nacional se podría “echar a perder” de otra manera. Vamos a ver, en este momento ese organismo pertenece a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana del gobierno federal. El cual, que se sepa, está a cargo del propio López Obrador. Vaya manera de ofenderse a sí mismo.
La segunda reforma de calado es la que pretende entregar al Instituto Nacional Electoral en las manos del Poder Ejecutivo, léase López Obrador, para evitar que “domine el conservadurismo”. Mucha tinta se ha vertido y se seguirá virtiendo al respecto, pero quien esto escribe piensa que tal intento de reforma suscitaría tantas respuestas encontradas y, sobre todo, tantas manifestaciones francas y enconadas, que es improbable que haya, a pesar de todos los discursos, cambios sustanciales en la arena electoral.
Finalmente, la tercera reforma que tratará López Obrador de llevar a cabo se sitúa ni más ni menos que en el sector eléctrico: impulsará una contrarreforma que pretende volver a concederle a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) un poder monopólico. Al contrario de las dos reformas potenciales anteriores, es difícil en este caso predecir si esa contrarreforma prosperará o no. Todo depende, ¡ay!, de los diputados y senadores del PRI, quienes seguramente venderán caro su amor.
En todo caso, como ya muchos lo hemos advertido, de aprobarse tal reforma los costos económicos serían muy considerables para nuestra nación, tanto en el corto como en el largo plazo. La suma de los costos iniciales que se tendrían que pagar, debido a los incrementos en las tarifas eléctricas, a los nuevos y considerables subsidios que necesitaría la CFE y a las erogaciones que se requerirían para enfrentar el cúmulo de demandas de empresas extranjeras, llegaría a ser fácilmente mayor a los trescientos mil millones de pesos (sin contar las pérdidas financieras que conllevaría la contrarreforma). Esa suma considerable palidecería, sin embargo, ante las consecuencias en el largo plazo: un pronunciado deterioro ambiental, una potencial fractura del T-MEC y una oferta de electricidad inestable y por debajo de la que requeriría la economía mexicana para tener un alto crecimiento.
Profesor del Tecnológico de Monterrey