El presidente López Obrador tiene una cierta fijación por los fondos gubernamentales a los que les pueda echar mano. Nada mejor para financiar de un plumazo sus programas clientelares y alimentar a sus queridos elefantes. En el caso de los fideicomisos públicos, ya acabó con casi todos. El pretexto que dio fue la opacidad y la corrupción que privaba en ellos; una aseveración que es falsa.
Un fideicomiso público es tan solo un contrato, un vehículo legal que permite financiar proyectos a través de un patrimonio gubernamental y cuyos fondos pueden disponerse de manera multianual. El propio López Obrador utilizó uno, cuando era Jefe de Gobierno de la hoy Ciudad de México y entonces Distrito Federal (2000-2005), para financiar el segundo piso sobre el Periférico que une la vía de San Antonio con la de San Jerónimo.
La normatividad de los fideicomisos federales es muy rigurosa. En su creación siempre deben participar tres actores. Para empezar está el fideicomitente, quien es el encargado de destinar los bienes para constituir el fideicomiso y que debe ser siempre la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Para continuar está el fiduciario, quien es la institución bancaria, sea ésta pública o privada, que puede llevar a cabo las operaciones financieras y que custodia los bienes patrimoniales. Y para finalizar está el llamado fideicomisario, quien es la institución que recibe el beneficio derivado del fondo.
Los fideicomisos públicos constituyen una parte minúscula del gobierno federal. Son los otros organismos, tanto las secretarías de Estado como las entidades descentralizadas, quienes no necesitan cumplir con normas tan estrictas. Es obvio, en consecuencia, que es más probable que cualquier acto de corrupción hecho por funcionarios voraces provenga directamente del gobierno central. Este fue recientemente el caso de la entidad pública Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex). El desfalco al erario público, hecho de manera reiterada entre los años 2019 y 2022, fue tan mayúsculo que el robo pasará seguramente a la historia de la administración pública como el mayor registrado hasta la fecha.
Por otro lado, para poder enfrentar las catástrofes naturales que sufre de manera periódica nuestro país, el gobierno constituyó a fines del siglo pasado el Fondo de Desastres Naturales (Fonden). Este fideicomiso público era administrado por Banobras y tenía unas reglas de operación muy bien definidas. Pero el Fonden ya llegó a su fin, al ser ordeñado para financiar las “inversiones públicas y productivas de nuestro país” (léase los elefantes presidenciales).
Y así nos ha ido desde entonces. Por ejemplo, tras el desastre ocasionado por el huracán “Agatha” el año pasado en el estado de Oaxaca, el gobernador afirmó que en tres de siete municipios hubo anomalías en el ejercicio del gasto que debió haber sido empleado para subsanar los daños ocasionados por el huracán. El colmo fue que el presidente municipal de San Mateo Piñas se fugó con 25 millones de pesos.
Otro ejemplo, como reseñó Carlos Arrieta de manera ejemplar en EL UNIVERSAL, tras el sismo de septiembre de 2022 los alumnos de seis escuelas primarias del municipio de Coahuayana, Michoacán, toman clases en carpas, donde se encierra el calor de la región que llega a 42 grados. De manera más apremiante, en la escuela primaria Emiliano Zapata los niños estudian a la intemperie, entre el polvo.