El gobierno federal tiene muy poco dinero disponible para la inversión pública, y de pilón lo malgasta de manera caprichosa. Los gobiernos estatales tienen aún menos recursos, mucho menos que los del gobierno federal, y de pilón tienen que sacrificarlos en este momento para poder ayudar, en lo posible, con estímulos fiscales a sus empresas casi quebradas por la pandemia. Finalmente, la gran mayoría de los gobiernos municipales tienen ingresos tan magros que apenas les alcanza para tapar los hoyos de las calles, literalmente, y de pilón muchos tienen que pagar las deudas heredadas por las administraciones anteriores.
Los gobiernos estatales, al contrario de los municipales y el federal, tienen pocas potestades impositivas. Sus facultades realmente importantes son apenas dos. El impuesto sobre la nómina, el cual es cobrado como un porcentaje, entre 2 y 3%, sobre el gasto en la nómina que hace mensualmente cada empresa de la entidad. El otro es el impuesto de la tenencia o el uso de vehículos, cobrado parcial o totalmente en algunas entidades federativas, pues el resto de ellas, a raíz de una desafortunada reforma hecha en 2008, ya no lo tienen. Por tanto, el impuesto sobre nóminas, que es teóricamente muy debatible pues castiga de manera obvia el empleo, es actualmente casi el único sostén directo de las arcas estatales.
¿De dónde obtienen entonces los gobiernos estatales (y municipales) su dinero restante? De la recaudación federal, la cual se logra a través, sobre todo, de los dos grandes pilares tributarios, el impuesto sobre el valor agregado (IVA) y el impuesto sobre la renta (ISR), con un poco de ayuda de los impuestos especiales sobre la gasolina, el tabaco y otros. Los estados (y municipios) no son partícipes de toda esa recaudación tributaria, sino de la que acabe siendo, como se dice legalmente, participable. Después de todo, como dice el dicho, el que parte y comparte se queda con la mayor parte.
La recaudación participable es distribuida de acuerdo con la llamada Ley de Coordinación Fiscal. Las fórmulas de distribución de dicha ley pueden ser criticadas (quien esto escribe piensa que de hecho son conceptualmente erróneas), pero, mientras la ley no sea cambiada, nada puede hacerse al respecto. Las participaciones para los estados pueden variar de acuerdo con lo que recaude el gobierno federal mes a mes, pero, dada la crisis actual, este último está teniendo que usar un fondo diseñado ex profeso para estabilizar los ingresos de las entidades federativas. Pero una vez que se acabe el fondo, las participaciones caerán de manera irremediable.
Varios estados se encuentran ya en una situación financiera crítica porque padecen una deuda estatal excesiva. Durante la anterior recesión mundial, que llegó a su año más álgido en 2009, el gobierno federal, al ver que no podía compensar a los estados por la caída en sus participaciones, literalmente los obligó a endeudarse a través de préstamos bancarios. Ese hecho y la extraordinaria corrupción de varios gobernadores durante el sexenio de Peña Nieto, dejó a varios estados al borde de la bancarrota.
Finalmente, las aportaciones federales son fondos que se les dan a las entidades (y los municipios) para usos específicos, entre ellos para solventar los gastos en educación y en salud. Los montos se establecen de manera expresa en el Presupuesto de Egresos de la Federación, por lo que este año el gobierno federal está teniendo que hacer malabares para cumplir con esas cantidades que fueron fijadas de antemano.
Esto último es una de las varias razones por las que el Poder Legislativo debe rechazar el proyecto de decreto que se mandó desde el Palacio Nacional para modificar la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. De aprobarse, el presidente podría disponer a su libre arbitrio de parte del presupuesto durante situaciones de emergencia. Con las graves consecuencias ya sabidas.
Profesor del Tecnológico de Monterrey