A fines de octubre de 2018, tras una consulta popular poco representativa, el entonces presidente electo Andrés Manuel López Obrador anunció que, entrando en funciones, cancelaría la edificación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. La construcción de ese aeropuerto, en terrenos federales de Texcoco y Atenco, había comenzado en septiembre de 2015. Desde entonces, dada la magnitud de la obra, las tareas estaban a cargo de un buen número de empresas, casi todas mexicanas.
Las repercusiones económicas que tuvo de manera indirecta la cancelación del nuevo aeropuerto fueron y siguen siendo enormes. Con ese mero anuncio, la contribución de la inversión privada a la producción nacional comenzó a descender de manera significativa y ahora, tras la pandemia y la contrarreforma en materia energética, está en su nivel más bajo desde hace un cuarto de siglo. Otra consecuencia negativa son los costos, tanto financieros como en tiempos de traslado, que tendrá la ampliación y el posterior uso del modesto aeropuerto de Santa Lucía.
Lo anterior es admitido por todos, eso es ya cosa juzgada. Pero lo que al parecer no es tal es el costo en pesos y centavos que los mexicanos tuvimos que pagar por la cancelación del nuevo aeropuerto. En febrero pasado la Auditoría Superior de la Federación (ASF) adelantó la cifra de 331 mil millones de pesos, lo cual provocó uno de los consabidos sermones de la mañanera. Entonces, tras la intimidación, la ASF lo volvió a pensar y hace unos días redujo el monto a la “módica” suma de 113 mil millones de pesos.
Sin embargo, varios de los cálculos que están atrás de esa reducción son infundados. El ejemplo más evidente, pero no el único, es el relativo a los bonos a 10 y 30 años por 6,000 millones de dólares que fueron emitidos, en 2017, para financiar parte de la obra. Al contrario de los bonos públicos, aquellos estaban garantizados directamente por los ingresos de la Tarifa de Uso de Aeropuerto (TUA) que los viajeros pagan en el aeropuerto Benito Juárez y eventualmente pagarían en el nuevo.
La cancelación del proyecto en 2018 puso en un limbo legal a esos bonos y en pie de guerra a los tenedores de ellos (la mayoría extranjeros). Para evitar las consecuencias legales, el gobierno tuvo que recomprar a un costo elevado una parte, 1,800 millones de dólares, y además aumentar las garantías para los tenedores de los bonos aún vigentes por 4,200 millones de dólares.
¿Debe incluirse esa última cifra en los costos totales de la cancelación? La ASF y la Secretaría de Hacienda al parecer piensan que no, pues el pago está garantizado por la TUA del Benito Juárez (y eventualmente de otros aeropuertos). Pero el mero sentido común indica lo contrario. A ver, ¿para qué usan las TUAs todos los aeropuertos del mundo? Pues para dar mantenimiento, remodelar o extender sus propias instalaciones.
Así pues, anualmente el gobierno federal tendrá que reducir el presupuesto dedicado a otros rubros de inversión, si no es que a los de educación o salud, para que el viejo aeropuerto pueda seguir funcionando sin ingresos por la TUA. Sí hay pues un costo extra, además de que ahora lo pagamos todos y no solo los viajeros.
Profesor del Tecnológico de Monterrey.