Hasta parecería que este gobierno se esmerara en administrar mal, casi como si lo hiciera a propósito, para perjudicar a quien se pueda. Sus políticas públicas son todo menos planes que han sido razonados, sustentados, consensados, articulados. Las actuales políticas gubernamentales son las más de las veces apenas ocurrencias, fantasías voluntaristas pertenecientes al siglo pasado.
Uno de los tantos asuntos sobre los que ha errado estrepitosamente el gobierno es en las políticas públicas relativas al sector salud. Los estragos que ha causado, y sigue causando, la pandemia de la Covid en nuestro país es el ejemplo más evidente y trágico de lo anterior. Pero esa falta de una mínima planeación gubernamental ha tenido otras consecuencias, desde la carencia de medicamentos para los mexicanos enfermos de cáncer, hasta la insuficiente cobertura del sistema de salud especialmente en las zonas rurales.
La historia, la cual se encargará en algún momento de juzgar lo que está ocurriendo, señalará que, más allá de quién era el Presidente y cuál su partido, los mayores errores cometidos sobre la política de salud iniciaron el primero de enero del año 2020. Ese día fue creado el llamado Instituto de Salud para el Bienestar, conocido desde entonces como el Insabi. Fue en ese momento cuando el gobierno desmanteló parte del sistema de salud que heredó de los gobiernos anteriores para establecer, supuestamente, una mejor institución de salud. Tan buena que, aseveró entonces Andrés Manuel López Obrador, se equipararía a la de Dinamarca a más tardar a fines de ese mismo año.
Sobra añadir que la creación de ese organismo empeoró todo. Lo que nació a principios del año pasado fue un desfiguro, sin pies ni cabeza, que ni siquiera los propios funcionarios encargados de la salud pública logran, aún hoy, administrar.
Anteriormente los millones de mexicanos que no tenían cobertura en los organismos públicos de salud (como el IMSS o el ISSSTE) podían inscribirse al Seguro Popular para, a través de los sistemas de salud de los gobiernos estatales, aspirar a tener alguna atención médica. En el año 2000, más de 55 millones de mexicanos no contaban con afiliación a alguna institución de seguridad social. En el 2018, quince años después de la implantación del Seguro Popular, la cifra se redujo a 22 millones de personas sin acceso a los servicios públicos de salud.
En ese sistema los recursos públicos se adjudicaban de manera uniforme, pues la ley establecía que se debería otorgar una cuota per cápita para la atención médica. Hoy todo está sujeto a la disponibilidad presupuestal. Al no existir una fórmula de asignación, el financiamiento se ha vuelto discrecional e inclusive los propios estados carecen de reglas que normen sus aportaciones.
Hoy los mexicanos ni han oído hablar del Insabi. Antes se inscribían en el Seguro Popular y mal que bien recibían una póliza de afiliación, con la cual gozaban de ciertos derechos. En ese entonces existía, además, la figura del gestor médico que se encargaba de guiar a los beneficiarios del seguro en el hospital correspondiente. Ahora nada. Nada de nada. De acuerdo con las cifras de pobreza del Coneval, de 2018 a 2020 el número de mexicanos sin servicios de salud creció de 20.1 a 35.7 millones. De esa magnitud es el desastre.