Fue la última escena antes de bajar el telón. La muy esperada escena final de la tragicomedia trumpista que tuvo lugar el día miércoles 6 de enero de 2021 en Washington; más puntualmente, en el mayor recinto legislativo de Estados Unidos, el Capitolio. Para muchos de nuestros vecinos estadounidenses lo que sucedió ese día es, y será por años, un motivo de vergüenza.
Mucha tinta se ha vertido y se vertirá sobre esa escena, sobre el final de esa ridícula tragicomedia protagonizada durante cuatro largos años por Donald Trump en Estados Unidos, un potentado mañoso y a todas luces megalomaniaco, además de ignorante y notoriamente incapaz, que tuvo en un puño por cuatro años a la democracia más antigua del planeta.
Nosotros los mexicanos, y por extensión todos los latinoamericanos, bien haríamos en estudiar la evolución del ascenso y la caída del trumpismo, si no por otro motivo porque en nuestra región no faltan los políticos que son, al igual que Trump, megalomaniacos, ignorantes e incapaces. La lección que debemos aprender del episodio trumpista es el inmenso peligro que puede representar para una nación el que las riendas políticas no estén en manos de una sociedad abierta y un congreso independiente, sino en las de algún autócrata activo o en potencia.
Venezuela constituye, como pueden atestiguar sus millones de emigrantes, un trágico ejemplo de lo anterior. Pero es un país latinoamericano que ni es ni será la excepción. Toquemos madera, pero a las actuales dictaduras en la región bien podrían agregarse pronto otras más. Nuestros sistemas políticos siguen siendo muy frágiles, más endebles que los de muchos otros países, en donde, aún así, pueden encontrarse gobernantes despóticos, como el húngaro Orbán, el ruso Putin o el turco Erdoğan. No hay que ser ingenuos, los autócratas activos o en potencia están y estarán siempre al acecho de sus naciones, dado que su megalomanía así se los demanda.
Como ejemplifica el caso de Donald Trump, para cualquier país en el planeta siempre cabrá la posibilidad de que su presidente en turno exhiba, poco tiempo después de su ascensión al poder, un comportamiento que sea claramente patológico. En los países de habla inglesa es ya común referirse a esos casos mediante un término clínico: son personajes públicos que acaban por sufrir la “hubris”. Esto es, son personajes que acaban por contraer el virus de la “arrogancia del poder”.
La palabra “hubris”, infrecuente en nuestro idioma, deriva de la griega “hybris”, cuyo significado más cercano en español sería la “desmesura”. En aquellos tiempos lejanos esa palabra aludía a los gobernantes que tenían unos egos desmedidos, quienes se creían en sus fantasías hasta dioses. En nuestros tiempos, el incontrolable narcisismo de los autócratas activos o en potencia no da para tanto. Ya no se creen dioses, tan solo iluminados.
Entre las muchas deidades que poblaban la mitología griega se contaba una muy notable. Era Némesis, la diosa de la justicia que luchaba a favor del equilibrio y la mesura, la diosa que castigaba, en particular, los actos de soberbia de los infectados por la “hubris”. Hoy, a falta de Némesis, solo nos queda a los meros mortales exigir con firmeza a nuestros gobernantes equilibrio y mesura, nada más y nada menos.
Profesor del Tecnológico de Monterrey