Recientemente fue presentada en el Congreso una propuesta de reforma a la Ley General de Salud, la cual crearía el Instituto de Salud para el Bienestar con el propósito de brindar gratuitamente medicinas y servicios de salud a la población sin seguridad social. Nadie podría oponerse a tan loable fin, pero, dado el apresurado voluntarismo que caracteriza a esta administración, vale la pena preguntarse si la reforma contiene los elementos necesarios para poder alcanzar dicho propósito.
El Sistema Nacional de Salud (SNS) atiende a más de 120 millones de mexicanos, entre los cuales casi 55 millones son beneficiarios del llamado Seguro Popular. El presupuesto federal asignado este año al sistema es del orden de 2.5% del producto interno bruto; opera con casi 5 mil hospitales y con más de 28 mil unidades de consulta externa; cuenta con alrededor de 217 mil médicas y médicos, así como 300 mil enfermeras y enfermeros; e integra una extensa red de prestadores privados y varios subsistemas públicos que financian o prestan servicios de salud a distintos segmentos de la población. Lo anterior da cuenta de que cualquier cambio que se realice en el SNS afectará una de las estructuras más grandes y sensibles del Estado mexicano.
Para bien o para mal, la nueva iniciativa de reforma rompe con el modelo de operación del actual SNS al promover la recentralización de los servicios de salud en los estados que estén dispuestos a ello. Es decir, se pretende dar marcha atrás al actual proceso de descentralización iniciado hace tres décadas. Hoy en día, corresponde al gobierno federal la regulación de las políticas de salud, mientras que son las entidades federativas las que ejecutan el gasto y brindan los servicios. Aunque es bien sabido que el actual sistema falla en atender las desigualdades entre regiones y en combatir las irregularidades en el gasto de los gobiernos estatales, la reforma propuesta no resuelve estas cuestiones y, por el contrario, suscita nuevas interrogantes.
La iniciativa cambia el esquema de financiamiento para los servicios de salud y dispone, sin mayor detalle, que el gobierno federal destinaría anualmente recursos fiscales para tal efecto, estableciendo un incremento inflacionario anual y una limitante de irreductibilidad. Por lo que hace a las entidades federativas, su aportación estaría ligada a la población atendida, mientras que las cuotas sociales desaparecerían. Si bien son preservados en la reforma los principios de progresividad y cobertura, es preocupante que no haya directrices para la cuantificación de los recursos necesarios para tales fines. Esta discrecionalidad presupuestaria podría comprometer seriamente el nuevo sistema, poniendo en riesgo la prestación misma de los servicios de salud a la población abierta.
Otra interrogante que debe atenderse es la propuesta gubernamental de transformar el Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos en un Fondo para la Atención de la Salud y Medicamentos Gratuitos. Al ampliar el objeto del fondo, su cobertura financiera sería considerablemente mayor, por lo que podría ponerse en riesgo su viabilidad inclusive en el corto plazo. Aunado a ese problema hay otro más complicado: junto a la modificación de la Ley General de Salud debería modificarse de manera acorde la Ley de Coordinación Fiscal, pues la reforma generaría incertidumbre sobre la distribución de los recursos tanto para los estados adherentes como para los que no acepten la recentralización. Sería a todas luces insuficiente utilizar para ese propósito tan solo convenios.
Finalmente, hay elementos que no se contemplan en la propuesta de reforma que son medulares en la implementación del nuevo modelo. ¿Qué sucederá con los miles de trabajadores de los servicios estatales de salud en el caso de las entidades que decidan adherirse a la recentralización? ¿Qué sucederá con los pasivos laborales de esas entidades? ¿Serán los ingresos presupuestarios suficientes para cubrir aquellos recursos que se dejarán de recibir por parte de las entidades y los beneficiarios?
Profesor titular del Tecnológico de Monterrey