Cuando al presidente Andrés Manuel López Obrador lo acorralan en una discusión pública y la ve perdida, acaba siempre por vociferar puerilmente que quien lo acusa es un corrupto, un hipócrita, un clasista o, si bien le va al otro, un conservador.
A pesar de que todos esos epítetos emitidos por él no conmueven ya a nadie, ni siquiera a los propios aludidos, siempre ha sido evidente que el presidente sigue el orden de sus insultos de acuerdo con un diseño preestablecido. En particular, si quiere tratar de estigmatizar a alguien que critica abiertamente a su gobierno lo tilda, para abrir boca, de corrupto.
Con ello logra dos propósitos, Por un lado, recordar que no pocos de los gobiernos anteriores que ha tenido México estuvieron ciertamente marcados por el sello de la corrupción, lo cual nos costó muchísimo a lo largo de los años en términos del bienestar de la población mexicana. Por otro lado, al acusar a sus críticos desvía, de manera subliminal, las acusaciones de corrupción que ya se han hecho, y se seguirán haciendo de manera creciente, sobre su administración.
De que hay ejemplos de la descomposición de este gobierno, vaya que los hay. Tanto así que los funcionarios deshonestos de su gobierno parecerían estar ya cerca de establecer, en términos de daños al erario, un nuevo récord en los anales de la nación. Es probable que cuando se haga un corte final de caja, una vez que pase este sexenio, esta administración se lleve las palmas de oro en la materia.
El caso más conocido, y ciertamente más costoso para los mexicanos, fue el de Segalmex (Seguridad Alimentaria Mexicana). Este organismo descentralizado fue creado en esta administración para, supuestamente, lograr la autosuficiencia alimentaria de México en los cuatro granos básicos (maíz, trigo, arroz y frijol), además de la leche. Obviamente nunca se logró tal objetivo para el país, pero, lo que sea de cada quien, sí se logró la meta de la autosuficiencia monetaria de los funcionarios involucrados en el desfalco. Este robo pasará a la historia como el de mayor cuantía en el México moderno, al menos hasta el día de hoy.
Controlar el crecimiento de una hiedra en un jardín no es tarea fácil, uno debe estar siempre al pendiente de que no se extienda. Por ello, en muchos países del mundo se emplea la alegoría de que la corrupción gubernamental es como una hiedra que hay que arrancar de raíz.
Pero esa alegoría de la corrupción es insuficiente para referirse a lo que acaba de ocurrir en México. La Suprema Corte declaró hace unos días la invalidez del decreto presidencial que pretendía ocultarnos la información asociada a la “infraestructura de los sectores de comunicaciones, telecomunicaciones, aduanero, fronterizo, hidráulico, hídrico, medio ambiente, turístico, salud, vías férreas, ferrocarriles en todas sus modalidades, energético, puertos, aeropuertos y aquellos que […] se consideren prioritarios y/o estratégicos para el desarrollo nacional”.
La Suprema Corte le cortó la cabeza a ese engendro, pero ya el presidente reviró con otro infame decretazo. En una de esas, como en el caso de la Hidra de la mitología griega, cada vez que le cortemos una cabeza al monstruo de la corrupción podríamos arriesgarnos a que le aparezcan dos más.