Corría el año de 1961 cuando algunos economistas de Hacienda perfilaron una reforma fiscal de gran calado. Liderados por Víctor Urquidi y asesorados por el economista británico Nicolás Kaldor, en aquel entonces el mayor experto en finanzas públicas del mundo, el grupo pretendía crear un sistema impositivo a la altura de la entonces boyante economía mexicana.

Dado que usted quizás no crea que es correcto el anterior adjetivo “boyante”, entresaco de uno de mis libros la siguiente cita: en una conferencia impartida justo en 1961, casi al final de su gestión como presidente del Banco Mundial, Eugenio Black señaló que Rusia, México y Japón (¡en ese orden!) “todavía debían lograr que sus economías fueran de alto consumo, pero que podrían conseguirlo de forma previsible en un futuro cercano”. Casi sesenta años después sabemos, a toro pasado, que Black se equivocó, y vaya que lo hizo, en dos de los tres países que eligió mencionar en su conferencia.

La reforma fiscal de Kaldor y Urquidi se centraba en el impuesto sobre la renta, el cual pretendían que tuviera una mayor progresividad, una mayor base tributaria y una mayor transparencia, tal como era el caso en los países más desarrollados. Pero, como han documentado Luis Aboites y Mónica Unda en un excelente libro sobre el tema, tal iniciativa fue muy pronto bloqueada por Antonio Ortiz Mena, el entonces secretario de Hacienda y su círculo cercano de colaboradores legales. Ese lamentable hecho solo significó un traspiés para Urquidi, quien emigró del gobierno a la academia y acabó siendo presidente de El Colegio de México, pero no para el país. Desde entonces hasta hoy, la recaudación tributaria en México es muy baja para estándares inclusive latinoamericanos.

Tal error económico, ciertamente el más grave cometido en las últimas seis décadas por la Secretaría de Hacienda, ya había sido precedido por otros errores, igualmente incomprensibles, de varios gobiernos anteriores. Un clásico ejemplo de ello fue la manera como, en los años treinta del siglo pasado, se introdujo el sistema de seguridad social en México. Como quizás usted ya conjeturó, la seguridad social fue primero brindada a la casta dorada de los burócratas antes que a los mexicanos comunes y corrientes, pues el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) no fue creado en los treinta sino hasta 1943.

Como quizás usted ya conjeturó también, unos de los primeros beneficiarios de esa nueva seguridad social fueron los trabajadores de Petróleos Mexicanos (Pemex). Y vaya que lo fueron, pues el gobierno de aquel entonces decidió, sin ningún razonamiento o estudio actuarial de por medio, que, al contrario de lo que acabaríamos haciendo en el futuro el resto de los mexicanos, los trabajadores de Pemex no tenían por qué aportar dinero al erario, quincena tras quincena, para financiar sus futuras pensiones. Y, excepto por la modesta reforma de 2016, así ha sido desde entonces para, obviamente, el regocijo de los jubilados de esa empresa y para, también obviamente, el prejuicio del resto de los mexicanos y el erario público.

¿A qué viene todo lo anterior? A que, al contrario de lo que al parecer piensa el actual presidente Andrés Manuel López Obrador, es muy claro que la economía mexicana no ha sido bien manejada desde hace mucho tiempo. No es verdad que esto haya sido tan solo a partir de lo que él llama el periodo “neoliberal”, iniciado, de acuerdo con su calendario, durante el sexenio de Miguel de la Madrid. El problema empezó más atrás. Y el problema se hizo aún más complejo durante los sexenios de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo. Ningún historiador económico que se precie de serlo incluiría esos dos sexenios en el llamado “periodo del desarrollo estabilizador”, pues la semilla de la posterior debacle fue sembrada entonces. Concluimos la siguiente semana mostrando los rasgos del llamado neoliberalismo.


Profesor titular del Tecnológico
de Monterrey

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