Al anunciar en octubre de 2019 la ampliación del aeropuerto militar de Santa Lucía para dar paso al nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), el presidente López Obrador estimó que la nueva obra tendría un costo de 75 mil millones de pesos. A lo largo del tiempo el monto fue incrementándose y en estos momentos, tomando en cuenta lo presupuestado para 2022, ya ronda los 116 mil millones de pesos.
¿Es eso mucho o poco? ¿Se erogará más? ¿Ha sido realizada hasta el momento la obra con transparencia y eficiencia? Esas preguntas las hubiera tenido que responder eventualmente la Auditoría Superior de la Federación (ASF), si no fuera por el pequeño detalle que, como la obra fue hecha por la Secretaría de la Defensa, la inversión en el AIFA ya fue clasificada como inescrutable por razones de seguridad nacional.
Lo que sí es público es el dictamen de la ASF sobre el costo que se incurrió tras la cancelación, por orden de López Obrador, de lo que hubiera sido el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM) en el lago de Texcoco. De acuerdo con una primera estimación hecha por la ASF, el costo de ese error presidencial fue del orden de 332 mil millones de pesos. Aunque esta cifra fue posteriormente reducida por la ASF, creemos que es cercana a la realidad pues considera, además de todos los costos hundidos, un remanente de deuda a pagar del orden de 4,200 millones de dólares.
Así pues, el recién inaugurado AIFA, inconcluso todavía, ha tenido hasta el momento un costo directo para la nación del orden de casi 450 mil millones de pesos. Pero desgraciadamente las consecuencias del desatino presidencial no acaban allí. Hay otros dos tipos de costos que deben también agregarse a la cifra anterior. El primero atañe a todas las obras de infraestructura que se están haciendo para que los pasajeros potenciales puedan trasladarse al AIFA. A este costo hay que restar, para ser justos, los beneficios que tendrán de manera indirecta los no viajeros de la Ciudad de México, el Estado de México e Hidalgo que podrán trasladarse más fácilmente a destinos intermedios.
Hay otras pérdidas que son más difíciles de cuantificar. Entre ellas se incluye el costo de oportunidad, en términos del tiempo perdido, que los viajeros nacionales e internacionales tendrán que incurrir trasladándose entre dos aeropuertos comunicados de manera laberíntica y que están a más de cincuenta kilómetros de distancia. A lo anterior hay que agregar el incremento en los tiempos de vuelo que ya se está dando debido al rediseño del espacio aéreo, el cual tuvo que hacerse para brindar seguridad a las llegadas y salidas de los dos mencionados aeropuertos junto con el de Toluca. También hay que añadir la contaminación auditiva que tendrán que sufrir los habitantes de dos regiones del país en lugar de una sola.
Pero hay una pérdida extra que no es tampoco despreciable. El NAIM no solamente tenía como objetivo final el dar servicio a alrededor de 125 millones de viajeros anualmente, sino también el convertirse en un centro de conexión (un hub) que pudiera competir contra el de Atlanta y el de Panamá. La única esperanza que resta es que el aeropuerto de Cancún pueda serlo algún día.
Profesor del Tecnológico de Monterrey