En siglos pasados, un sainete era una pieza breve, mitad dramática y mitad jocosa, que se ofrecía para entretenimiento del público en el intermedio de una función de teatro. Por desgracia, hace décadas que los sainetes ya pasaron de moda en el ambiente teatral. Aunque, para el muy grande regocijo del pueblo mexicano, como dirían nuestros antepasados, una de las bienaventuranzas que nos ha traído la llamada Cuatroté es que los sainetes siguen vivitos y coleando en el escenario político actual.
Últimamente hemos presenciado varios de esos entremeses, pero en las últimas semanas el que se ha llevado las palmas, y está a punto de concluir con un gran actuación final por parte de los senadores afines al régimen, es el relativo a la imperiosísima necesidad de extinguir los fideicomisos públicos en aras de eliminar la corrupción que resta, ya poquísima, en el gobierno federal. La tajante instrucción de extinguir los fideicomisos provino del propio presidente de la República y fue dirigida a todos sus subordinados, no solo en el Poder Ejecutivo sino también en el Poder Legislativo.
Y a todo esto, quizás se pregunte usted, ¿qué es un fideicomiso público? Si no tiene idea de lo que es, no se sienta mal pues es obvio que tampoco la tienen nuestros gobernantes y la inmensa mayoría de los legisladores. Para empezar, un fideicomiso no es un ente administrativo donde puede haber directivos corruptos o aviadores. Esto simplemente porque en un fideicomiso público no puede haber estructura orgánica alguna (a no ser que sea una paraestatal).
Un fideicomiso es tan solo un contrato, un vehículo legal que permite financiar proyectos importantes a través de un patrimonio, el cual puede ser alimentado por diferentes fuentes de financiamiento, tanto públicas (incluidas las estatales) como privadas, y puede utilizarse de manera multianual. Esto último es necesario para poder financiar, por ejemplo, los grandes proyectos tecnológicos y científicos de México, dado que casi todos ellos tienen horizontes de largo y muy largo plazo.
Otro error conceptual es pensar que todos los fondos públicos son fideicomisos. Casi todos lo son, es verdad. Por ejemplo, el Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios, el cual ya acabó de ordeñar, por cierto, la actual administración, es al final del día un fideicomiso. Pero no todos lo son. En particular, el fondo de la Financiera Rural, con un apetitoso patrimonio de más de doce mil millones de pesos, no es un fideicomiso. De acuerdo con la ley orgánica de la Financiera Nacional de Desarrollo ese fondo es simplemente una subcuenta que forma parte de su propio patrimonio. Por tanto, la extinción del fondo podría llevar a la desaparición misma de la entidad financiera.
En su momento, cuando era jefe de gobierno del entonces Distrito Federal, López Obrador utilizó un fideicomiso para financiar la mayor obra de su anterior administración, el segundo piso sobre el Periférico. Por cierto, quien estuvo a cargo de ese proyecto fue la actual jefa de gobierno Claudia Sheinbaum. Sorprende entonces que López Obrador haya olvidado que un fideicomiso puede ser un instrumento útil y que la corrupción, si es que se da, no es por un mero contrato sino por la falta de integridad de los que están en funciones. Hoy, por desgracia, los ejemplos abundan.
Profesor del Tecnológico de Monterrey