El ritmo actual de destrucción de empleos formales en México es muy alarmante. En marzo, a raíz de la cuarentena que dio inicio en la última semana de ese mes, se perdieron más de 130,000 puestos de trabajo registrados en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Pero la destrucción de empleos se agravó de manera notable en abril, cuando se destruyeron otros 555,000. Con ese ritmo de destrucción de empleos, para finales de este mes de mayo se habrán perdido ya alrededor de 1,100,000 puestos de trabajo formal. Esto constituye una tragedia humana que en México hubiéramos pensado, hasta hace unas semanas, como inverosímil e inmoral.
Lo que los mexicanos estamos padeciendo hoy no se había experimentado en el país desde hace, al menos, nueve décadas. Se tiene, para empezar, la caída en los ingresos monetarios de millones de hogares. Tan grande y prolongada será esa caída que cientos de miles acabarán agregándose a la larga lista de los hogares mexicanos en situación de pobreza. A lo anterior hay que agregar el hecho de que están desapareciendo decenas de miles de pequeñas empresas que fueron creadas a lo largo de los años con sangre, sudor y lágrimas; empresas que son, por mucho, las grandes generadoras de empleo en México. Pero esas dos graves penurias económicas palidecen ante el impacto emocional que están sufriendo, y seguirán sufriendo, los desempleados por la crisis, así como el resto de los miembros de sus familias. Esas heridas emocionales tardarán años en restañarse.
Hace cuatro semanas escribimos en esta columna que el gobierno tenía que apoyar el empleo formal a través de, como mínimo, una exención temporal de las aportaciones a la seguridad social que hacen los trabajadores y sus patrones. El apoyo, escribimos entonces, podría limitarse a los trabajadores que ganaran hasta cinco salarios mínimos (el grueso de la fuerza laboral). Además, en el caso de aquellos desempleados que estuvieran realizando un retiro parcial por desempleo en su afore, el gobierno federal podría aportar las sumas correspondientes durante el resto del año. De esa manera, además de no perder su dinero, al desempleado no se le descontarían sus semanas cotizadas.
Ni esa propuesta ni las hechas por otros, más valiosas, fueron recogidas por el gobierno federal. Aparte de los grupos en su base electoral a los que protegerá pase lo que pase (a los adultos mayores, así como a los maestros y burócratas sindicalizados), López Obrador no pareciera tener una visión clara de lo que está pasando. Se encuentra dando palos de ciego a diestra y siniestra, sin entender que es a los trabajadores y a las empresas a quienes debe ayudar primero. Todo esto, por cierto, en contraste de lo que están haciendo en este momento no solo los gobiernos de todos los países industrializados, sino también los gobiernos de casi todos los países emergentes de mayor envergadura.
La política que está siguiendo López Obrador ante la situación actual me trae a la memoria lo que hizo el gobierno británico durante la anterior crisis económica, la que inició a fines de 2007 y tuvo su mayor impacto en 2009. En Estados Unidos el presidente Obama, recién llegado a la Casa Blanca a principios de 2009, decidió enfrentar la crisis incrementando de manera extraordinaria el déficit público, el cual alcanzó casi el 10% del PIB en ese año. En contraste, el gobierno de Gran Bretaña, al ver con nerviosismo que su déficit crecía y crecía por la natural caída en los ingresos tributarios, acabó por frenar el gasto público.
Y así les fue a los británicos. Sus sectores de la construcción y de las manufacturas cayeron estrepitosamente, y estuvieron así postrados durante varios años más. Olvidaron lo que al fallecido Richard Musgrave le gustaba repetir: solo preocúpense por generar empleo, el balance presupuestario se dará en consecuencia.
Profesor del Tecnológico de Monterrey