Para Joe Biden, el presidente de Estados Unidos a partir del próximo 20 de enero, la suerte está echada. Durante su campaña presidencial apostó una buena parte de su capital político a favor de las políticas ambientales. No solamente prometió canalizar cantidades exorbitantes de recursos para la investigación y desarrollo de energías limpias, sino que también pretende construir los cimientos para disminuir al mínimo la gran dependencia del petróleo y el carbón que aún tiene su economía.
En este momento no puede saberse si Biden y su equipo de ambientalistas son unos ilusos o no, pero de que son ambiciosos, ciertamente lo son. En efecto, las dos metas de largo plazo fijadas por el nuevo presidente parecen muy cuesta arriba. La primera es que para el año 2035 toda la electricidad que se genere en su país, toda, el cien por ciento, provenga de energías limpias. La segunda va más allá: para el año 2050 los procesos de producción de la economía estadounidense deberán tener emisiones netas iguales a cero. Esto es, las empresas no podrán tener, en su conjunto, un impacto neto sobre el clima a consecuencia de la emisión de gases de efecto invernadero (los que atrapan el calor en la atmósfera).
Para empezar, Biden revertirá de inmediato la orden de Trump y reintegrará a Estados Unidos en el Acuerdo de París. Este pacto establece, para cada país signatario, medidas para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. México, por cierto, ratificó el acuerdo en septiembre de 2016. Nuestro país se comprometió entonces a reducir para el 2024, justo en ese año electoral, las emisiones industriales mediante la generación de, al menos, un 35% de energía limpia. Ese porcentaje tendrá que seguir reduciéndose hasta un 43% a más tardar en el año 2030 (otro año electoral). México además se comprometió a reducir en 22% la emisión de gases de efecto invernadero y en 51% las emisiones de carbono negro.
Si esas metas son de por sí ambiciosas, la política ambientalista de Biden forzará a México a tratar ese asunto literalmente con pinzas. En efecto, el país no es solo signatario del Acuerdo de París, sino también de la nueva versión de uno de los acuerdos comerciales más exitosos, el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC). En ese tratado hay un capítulo específico, el 24, que establece todas las disposiciones ambientales a las que estamos obligados. A Trump eso le hubiera valido un sorbete, pero ciertamente no a Biden. Esto es preocupante, pues los eventuales procedimientos de impugnación a las políticas ambientales de México podrían convertirse en un tris en barreras comerciales por parte de Estados Unidos.
Ahora bien, por su privilegiada posición geográfica en el globo terráqueo y el crecimiento exponencial que está teniendo la demanda mundial de electricidad, México podría convertirse muy rápidamente en una potencia energética. No petrolera, sobra precisarlo; por lo demás, nuestro país nunca fue realmente una verdadera potencia petrolera. Pero para nuestra fortuna, y a pesar de las opiniones de algunos políticos en funciones, el oro negro está comenzando a perder su papel protagónico a nivel mundial. Toca el turno al oro del viento, de la radiación solar, de la energía oceánica y de los yacimientos geotérmicos.
Profesor del Tecnológico de Monterrey.