¿Qué pasa cuando la política económica, la monetaria, el manejo de las tasas de interés y el control de la inflación de un país entero dependen de la decisión de un solo hombre? Normalmente, el desastre.
Los inversionistas en el mundo suelen observar dos cosas: la independencia de los bancos centrales (responsables de mantener el control de la inflación y establecer las tasas de interés) y la capacidad de los ministerios de finanzas (que definen las políticas económica y fiscal, y el balance de ingresos contra egresos) de decir “no” a las barbaridades que se le puedan ocurrir al jefe de Estado. Cuando la autoridad de esas áreas es eclipsada o anulada por la cabeza de un Estado nacional y todo depende de su capricho, lo que suele seguir es el colapso. Las cosas pueden permanecer más o menos estables durante años, pero tarde o temprano se rompe el equilibrio. Está muy visto y muy estudiado.
Algo así pasa hoy en Turquía. Su presidente, Recep Tayyip Erdogan, en el poder desde hace 18 años, y con un endurecimiento autoritario desde el polémico y discutido intento de golpe de Estado de 2016, es quien tiene la primera y la última palabra en todo lo que pasa en ese país. En el último año ha despedido a tres ministros de finanzas y tres banqueros centrales, porque no estaban de acuerdo con sus decisiones o porque habiéndolas aceptado, no ocurrió el efecto positivo que esperaba el presidente.
La lira turca ha perdido 45% de su valor en 12 meses y la inflación se ha disparado arriba de 20%. Eso, según las cifras oficiales. Porque la medición independiente fue suprimida por Erdogan. Los cálculos extraoficiales colocan la inflación en más de 30%.
Ante estas cifras, el gobierno insiste, en sentido contrario a la receta universalmente aceptada, en recortar las tasas de interés. Para justificar tal insensatez, Erdogan ha tejido un discurso de la “guerra por la independencia económica” de Turquía, en la que las “enemigas nacionales” son las tasas de interés.
Las manifestaciones de protesta van en aumento, lo mismo que la respuesta represiva del gobierno y la obvia ofensiva propagandística oficial para culpar a los extranjeros y a la oposición, porque además este año hay elecciones.
Una forma de resumir lo ocurrido es que Erdogan fue aniquilando la independencia de los órganos e instituciones que garantizan decisiones técnicas, basadas en información y mediciones imparciales, y se rodeó de “floreros” intercambiables en los puestos de decisión. Nadie en su gobierno puede oponerse a las decisiones del presidente y nadie puede pedirle cuentas por sus consecuencias. La receta perfecta para el desastre en cualquier economía abierta.
Una ilustración muy clara de cómo el debilitamiento sistemático de los contrapesos, de la autonomía de los órganos que vigilan al gobierno, de la independencia de los poderes y de la libertad de información, además de dañar la salud democrática, termina rompiendo el equilibrio económico y ocasionando dolor y carencias a la población.
El discurso sigue siendo a favor de los pobres, para liberarlos de las garras de opositores, extranjeros y malos turcos. La realidad es que además de perder libertades, los ciudadanos ya tienen un boquete en el bolsillo. Y si se les ocurre protestar, en automático pasan a la lista de enemigos de la patria.