Me han preguntado qué siento de que ya se va. Que si cuento los días, las horas, los minutos. Me preguntan que si me siento aliviado. Hay quienes incluso lo plantean como si se tratara de un partido de futbol en el que al final de los seis años, el árbitro pita, y uno gana y otro pierde. Me preguntan que si aquilato una sensación de victoria porque sobreviví. Un aroma de triunfo porque desde el primer momento quiso eliminarme del escenario del periodismo, correrme de mis trabajos, presionarme con todas las herramientas a su alcance para que me doblara. Me preguntan si me resulta frustrante que cierre su administración con tan alta popularidad y haya arrasado en las elecciones. Si lo considero una derrota. Me preguntan si lo veo como un empate, como si se tratara de una pelea pareja. Para mí nunca ha sido pelea, y si lo fuera, no sería pareja.

Para mí nunca ha sido personal. Ha sido personal para él. Porque así ha respondido él a los cuestionamientos periodísticos. ¿O qué tendría que haber hecho cualquier periodista si tiene en sus manos los videos de los hermanos del presidente recibiendo en secreto dinero en efectivo en sobres amarillos? ¿Qué tendría que haber hecho cualquier periodista si documenta que un hijo del presidente que criminaliza la riqueza vive en una mansión en Houston con alberca gigante y cine privado, que encima es propiedad de un contratista del gobierno? ¿Qué tendría que haber hecho un periodista con las grabaciones de los íntimos amigos y familiares de los otros hijos del presidente confesando cómo trafican con influencias para quedarse con los contratos multimillonarios del gobierno del papá?

En cambio, ¿qué tendría que haber hecho un jefe de Estado frente a estas denuncias con documentos, grabaciones y videos? Enojarse con sus hermanos y sus hijos, no con quienes descubrimos sus transas. No emprender una campaña de venganza personal contra periodistas, sino contestar puntualmente sobre el contenido de los reportajes: ¿no tenían dinero los sobres, no vivía en esa casa el hijo, no son reales las grabaciones? Pero él no contestó con datos, contestó con calumnias, con casi 800 menciones en su mañanera.

Y por eso entiendo que el imaginario colectivo lo ubique como una disputa entre dos, y me pregunte qué siento de que ya se va. ¿Realmente se va?

No tengo ninguna señal de que el 1 de octubre se vaya a ir de la escena pública Andrés Manuel López Obrador. Dejará la Presidencia, no hay duda. Pero ha colocado las piezas necesarias para extender su inmenso poder más allá del fin de su sexenio: el plan de gobierno fue diseñado por él, los gobernadores y las bancadas en el Congreso son de él, casi todo el próximo gabinete le responde y su hijo está en el partido.

Desde luego, el 1 de octubre arranca un nuevo capítulo. Y la presidenta Sheinbaum puede —sin pelearse con él— ubicarlo en un lugar distinguido pero desempoderado, honorífico pero sin capacidad de operación. Hasta ahora no hay señales de que vaya a hacer eso. Es cierto que aún no es 1 de octubre, pero hasta ahora ella ha acatado sus instrucciones. Así que no siento nada de que ya se vaya porque no tengo claro que se vaya a ir.


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