Hay hombres de Estado y hombres de poder. Más allá de la megalomanía del presidente López Obrador y sus aspiraciones de pasar a la historia como un hombre excepcional, tres años de su administración dejan en claro que él es de los segundos. Quiere ser recordado como una figura entre caudillo y santo. Lo suyo es el poder.
No tiene, no tuvo nunca, un plan de gobierno, sino una estrategia para acumular poder y conservarlo incluso más allá de su mandato, aunque no sea por la vía de la reelección. No sólo no resuelve los grandes problemas del país, sino que ni siquiera lo intenta. Su plan se limita a ganar elecciones, encabezar como líder místico y carismático lo que él siempre ha dicho que es un movimiento, una transformación, muy por encima de un partido o un gobierno.
Así que su aspiración no es cumplir con hacer un buen gobierno según las métricas internacionalmente aceptadas. Le parece poca cosa. Él va tras el discurso, no tras los entregables. Por ello, las ocurrencias, las obras faraónicas, la propaganda incesante que trata de encontrar a codazos su lugar en la historia por la vía de la dinamita: destruyendo instituciones, aniquilando las capacidades del Estado para atender a la población, arrinconando las voces inconformes a través del acoso, el uso faccioso de la procuración de justicia y, si es necesario, la represión.
La violencia, la pandemia, la reactivación económica no son su prioridad. Su “estrategia” en todos los casos es privilegiar la palabra por encima de los hechos, concentrarse en la narrativa más que en el manos a la obra. Es más un saliva a la obra. No hacer, dejar pasar, hacer como que hace, y enfocar todo el poder económico y político del Estado en un sólo objetivo: conservar el poder, a través de una o alguien incondicional, más allá de 2024.
Resultados de gobierno no ha habido ni habrá ni le interesa tener. No bajo las ópticas a las que estamos acostumbrados a usar para medir el éxito de una administración. Con ganar el debate se da por bien servido. Todas sus reformas, incluida la que se discute ahora, la eléctrica, tienen un punto de partida común (el discurso) y un objetivo común (acumular poder). No resolver problemas ni proyectar un futuro de país.
Es un hombre de poder de pies a cabeza. No se distrae en gobernar. Su motor es el poder y su magnificada imagen personal proyectada desde ese poder. Su sueño populista, fundamentado en el pasado priista de su juventud y salpimentado con el bolivarianismo latinoamericano, es mantenerse como el gran líder de un movimiento perpetuo, no importa que no vaya a ningún lado, o vaya al precipicio.
Queda por verse si la difícil construcción democrática de las últimas décadas en México sirve para frenarlo. Por un lado, la sociedad confía en la joya de esa construcción, el INE, mucho más que en el gobierno. Por el otro, según el Latinobarómetro, cada vez son más mexicanos los que están a favor de autoritarismo sobre democracia. La moneda está en el aire. Depende de la sociedad.
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