Navidad de 2001. En Jalalabad y Kandahar, las mujeres afganas ya no viven bajo la opresión de los talibanes. Sus ciudades acaban de ser “liberadas” por el ejército de Estados Unidos. Pero parece que poco ha cambiado en la vida de ellas. Como si no se la creyeran o tengan miedo de creérsela: siguen recorriendo las calles cubiertas de pies a cabeza en sus burkas negras. Trato de entrevistarlas, pero para que me respondan tengo que pedir permiso a sus esposos, y casi nunca lo otorgan. Se animan las mujeres que están solas, cuyos hijos y maridos se fueron a pelear contra los talibanes y sus protegidos de Al Qaeda. Conozco a Nayiba que abraza a su bebé enfermo y me dice que no tiene más medicina que darle que un fuerte abrazo. Y me despedaza lo que me cuenta Bibi Amna: a sus 15 años de edad tuvo que huir de su ciudad y volverse sexoservidora para sobrevivir: cobra el equivalente a 3 dólares por encuentro.
Verano de 2016. Desde Raqqa, Siria, un grupo de jóvenes nos envía clandestinamente videos que retratan cómo es vivir bajo el grupo terrorista Estado Islámico, cuya creación drenó a Al Qaeda y llegó a ser gobierno en un país de facto conformado por amplios territorios de Siria e Irak. Las mujeres reciben latigazos y pedradas en la vía pública por cualquier cosa, incluso caminar en el lado incorrecto de la banqueta. Y son también mujeres las que se juegan la vida para dar clases a escondidas y ayudar a los niños a recibir una educación que no sea la de los libros de texto con propaganda de ISIS.
Verano de 2021. Afganistán está de nuevo en manos de los talibanes. Estados Unidos entregó la plaza. Las mujeres que creyeron que ya era diferente se encuentran con un portazo. No todas se han puesto la burka otra vez. Incluso han salido a marchar con la cara al viento. Fascina que ya se la hayan creído, y están dispuestas a defenderla incluso en las más riesgosas circunstancias. Pero todo mundo teme lo peor. Que regresen de lleno a una realidad que nunca terminó de irse.
La emancipación de las mujeres de Afganistán fue una prioridad para gobiernos y para muchas organizaciones de la sociedad civil occidentales. Faltó mucho por hacer, aunque se avanzó notablemente. Pero Estados Unidos se rindió. El aeropuerto abarrotado, la gente retacando los aviones o colgándose de ellos si no alcanzó lugar, dejan la sensación de que la potencia traicionó el futuro por el que les animó a jugarse la vida.
Pero al mismo tiempo, encuentro una monumental presión internacional (desde la sociedad) para defender a las mujeres de Afganistán. Para exigir que no se les abandone a merced de los talibanes. Y eso es un poquito de aliento en medio de la preocupación brutal porque el reloj de la historia regrese, no digamos veinte años, sino cinco siglos.
Esa presión internacional debe transitar de buenos deseos a compromisos concretos. Sacar a unos miles de mujeres y darles una vida en Occidente no resuelve la situación para la inmensa mayoría. ¿Está todo perdido? ¿Si Estados Unidos logró sentarse a negociar con los talibanes un pacto de no agresión a sus tropas en el aeropuerto de Kabul, no le alcanza a Occidente para demandarles respeto a las mujeres? ¿De ese tamaño la pequeñez de tantos gobiernos ante un grupúsculo de extremistas mal armados? Porque hasta ahora, una cosa es que los talibanes digan en rueda de prensa que van a ser incluyentes, y otra que a los tres días ya empezó el retroceso.