Durante años, el icónico presidente francés Francoise Mitterrand ocultó que padecía cáncer de próstata. Utilizó el aparato gubernamental para que nadie lo supiera e incluso le dijo a su médico Claude Gluber que su padecimiento era un “secreto de Estado”.
Abundan las historias sobre las enfermedades de los presidentes en el poder y cómo las han ocultado. Es como si estar enfermos los hiciera verse débiles. E interpretan que los ciudadanos no quieren a un ser humano al mando, sino a una especie de deidad inmune e incansable. En México —hablando de extremismos— se recuerda mucho el caso del presidente Luis Echeverría, quien decía que nunca se iba de vacaciones. A la luz de los juicios en su contra, ojalá hubiera asesinado menos y vacacionado más.
Este aire antidemocrático parece permear entre los mandatarios que no quieren verse débiles mientras los ciudadanos tienen el derecho de saber con certeza el estado de salud de su gobernante, incluso desde la campaña para valorar por quién se está votando y cuáles podrían ser los escenarios de un eventual mandato.
En Estados Unidos, el presidente no está obligado a acudir a un médico ni a difundir su estado de salud, pero desde Ronald Reagan todos los mandatarios se someten a un examen clínico anual y difunden sus resultados. Es una tradición que lleva un mensaje claro a la opinión pública: el presidente es apto para gobernar. Incluso Donald Trump, a regañadientes, transparentó sus revisiones médicas y entendió lo que representaba esta información para ofrecer certeza a los ciudadanos no sólo de su país sino del mundo. Por eso muchas naciones civilizadas tienen la obligación legal —o al menos la ineludible regla no escrita— de transparentar las condiciones de salud del jefe del Estado.
En México no. Los candidatos presidenciales no están obligados a publicar sus exámenes médicos ni existe una práctica al respecto. Peor aún: buscan esconderlos. Los presidentes tratan de esconder si están enfermos y cuando llegan a informar algo, es porque resulta inocultable.
Este domingo, el presidente de México informó que tiene coronavirus. Al día siguiente, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, encargada de sustituir al mandatario en muchas de sus funciones, encabezó la conferencia matutina. Cuando dijo que el presidente “se encuentra bien, se encuentra fuerte”, en realidad no informó nada sobre el estado de salud de Andrés Manuel López Obrador.
Fue peor cuando (deduzco que desde su experiencia médica… de abogada) informó el buen pronóstico de salud y enlistó las razones: “el presidente se encuentra estable y pronto, muy pronto se recuperará, estoy segura. Es un hombre optimista, un verdadero representante del pueblo y un mandatario responsable, un ejemplo a seguir, un líder que nos inspira a todos”. Hasta ahí el parte médico oficial.
Doce horas después, un doctor, el vapuleado subsecretario Hugo López-Gatell, argumentaba que no se darían detalles sobre la salud del presidente por respeto a su privacidad.
La salud del presidente es de interés público y el gobierno federal debe comunicar de forma precisa cómo se encuentra el jefe del Estado mexicano y qué tratamiento está recibiendo. Los ciudadanos tenemos derecho a contar con evidencia de su estado de salud, no verdades a medias o elogios a la personalidad (¿dónde quedó aquel “es fuerza moral, no fuerza de contagio”?). Todo esto ofrece al ciudadano certezas de que el presidente recibe los cuidados necesarios y que sigue gobernando. Es central para la estabilidad de un país que es importante en el concierto internacional.
Y desde luego, ojalá se recupere pronto.