Adam tenía 3 años de edad cuando su papá le enseñó a traficar mercancías y dinero de un país capitalista a un país comunista: escondía las cosas bajo la chamarra y los billetes en los zapatos que eran tres tallas más grandes, y cuando se aproximaban a la frontera y los puntos de revisión, él tenía que dormirse. No aparentar que estaba dormido. Eso podía salir mal. Tenía que quedarse dormido realmente.
A esa edad, para Adam, la diferencia entre los dos sistemas de gobierno era bastante sencilla: en el capitalismo había opciones. Y para ser más preciso, opciones para el desayuno. En la comunista Hungría su mamá le preparaba sándwich de una sola cosa: cuando había jamón, y sólo había un tipo de jamón, pues era sándwich de jamón. Nunca de jamón y queso, aunque hubiera queso (la única clase de queso, desde luego). Combinar era desperdiciar. Cada determinado tiempo el gobierno húngaro le daba permiso de visitar a su abuela en Austria: los sándwiches tenían jamón, queso, salami, tomate, huevo… lo que él quisiera. Y su abuela le hacía preguntas mágicas como: ¿qué tipo de queso quieres? ¿qué jamón te pongo?
Ese paraíso austriaco sólo duraba unos días. El gobierno húngaro les restringía las visitas al extranjero (que de por sí eran un privilegio) y en el camino de vuelta, él y su papá contrabandeaban lo que sobraba en Austria y faltaba en Hungría, donde escaseaba todo: desde comida y zapatos, hasta partidos de oposición y libertad de movimiento.
Han pasado más de 30 años de eso. El muro cayó, los países europeos tienen libertades políticas y de tránsito… pero el trauma sigue. Sus familiares, que huyeron de Hungría y se refugiaron en Austria durante la Segunda Guerra Mundial, si tienen que regresar a Budapest para alguna boda, por ejemplo, contratan a un chofer, y le piden que se estacione afuera del lugar del festejo y no apague el motor: tan pronto concluye el compromiso se regresan a Viena. Ni una noche en Hungría.
A Adam lo conocí en Budapest. Ya ronda los 40 años. Me contó que cada que hace el trayecto de dos horas y media entre Viena y la capital, cuando se acerca a la frontera, cae profundamente dormido. Como si se lo ordenara una fuerza superior. Quizá aquel entrenamiento que le dio su padre.
Hoy muchos políticos mexicanos coquetean con el comunismo y deciden cerrar los ojos ante las graves crisis humanitarias que sigue acarreando donde se aplica. Las secuelas sicológicas brutales en niños y adultos, en familias y comunidades. No es que el capitalismo sea la panacea. Nada más lejano a ello. Pero obviar que el comunismo dejó saldos infames en términos personales, económicos, políticos, de libertades, de desarrollo de las naciones que lo adoptaron, es de una demagogia que merece ser exhibida.
Hace tres años, en una entrevista televisiva, el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador ensalzaba la figura de Fidel Castro. Le planteé que, en un régimen como el cubano, un líder opositor como él sencillamente no existiría: estaría encarcelado o muerto. Ya de presidente, López Obrador se ha vuelto un apapachador de dictadores.
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