Si la estrategia de López Obrador contra la violencia ha funcionado tan bien, ¿por qué ahora tenemos ataques terroristas? Si en sus conferencias mañaneras nos dice que está logrando acotar al crimen organizado, ¿por qué ahora se dan el lujo de disparar contra la población civil? Si cada que se le cuestiona sobre los resultados en materia de seguridad, contesta con que el balance es positivo, la incidencia delictiva está a la baja, ya no hay masacres ni violaciones a los derechos humanos, ¿por qué le urge volver a la Guardia Nacional parte del Ejército, por qué propone que los militares se queden en las calles incluso después de que termine su sexenio?
El lunes de la semana pasada, el presidente amagó con emitir un decreto por el que la Guardia Nacional pasaría oficialmente a manos de la Secretaría de la Defensa Nacional. Esta propuesta —evidentemente inconstitucional— fue acompañada por el anuncio de una iniciativa de reforma que pretende eliminar el carácter civil de esta corporación para incorporarla legalmente a la estructura del Ejército mexicano, dizque para evitar la corrupción y uso político de esta institución.
Todo eso contradice flagrantemente el discurso triunfalista de que la estrategia contra la violencia funciona muy bien. Si realmente funcionara, López Obrador estaría planteando lo contrario: regresar gradualmente a los soldados a sus cuarteles y sustituirlos por una policía (Guardia Nacional) bien preparada.
Solito se exhibe. Y no le importa violar una de sus más repetidas promesas de campaña, con la que fustigó lo mismo a Felipe Calderón que a Enrique Peña Nieto : el Ejército no debe hacer tareas de policía, no debe la calle estar llena de militares.
Es evidente que la iniciativa de reforma del presidente va a fracasar. Él sabe que no cuenta con los votos suficientes en el Legislativo. ¿Por qué lo hace? Porque no le importa perder el país con tal de ganar la campaña. Puede perder la votación en el Congreso, pero va a ganar el slogan:
Sucedió ya con la reforma energética. AMLO sabía que no se aprobaría, pero aun así la envió al Congreso para poder tachar a sus rivales de vendepatrias. Sucederá lo mismo con la militarización de la seguridad pública: el presidente sabe que el Ejército es la institución más popular, que en los lugares más azotados por el crimen la ciudadanía ruega porque no se vayan los militares. De eso se está colgando. Ya sus voceros están difundiendo la frase: ¿entonces lo que quieren los opositores es que los militares dejen de cuidar a la gente? Nunca nadie ha propuesto eso. La alternativa —en su momento enarbolada por AMLO— ha sido retirar gradualmente a los militares y suplirlos con una nueva policía preparada. Lo sabe, pero no le importa mentir. Es campaña.
Los hechos de violencia —que califican como terrorismo— de los últimos días, le cayeron “como anillo al dedo” al intento presidencial de hipermilitarizar la vida pública.
Es una jugada de alto riesgo para la estabilidad democrática del país porque cambia la balanza en la relación que la siguiente administración federal tendrá con las fuerzas armadas: llegará con un Ejército que ocupa áreas estratégicas del Estado mexicano y que cuenta con carretadas de dinero administradas de forma discrecional; por tanto, el próximo gobierno estará obligado a negociar con las fuerzas armadas, no a dirigirlas.
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