“Me puedo caer, pero me voy a levantar”, dijo el Andrés Manuel López Obrador en su habitual video de fin de semana. El peleador más agresivo del escenario político se asume en la lona, pero no noqueado; en el piso, pero con energía para levantarse y no dejar de luchar. Manda este mensaje a sus seguidores más leales, desanimados ante las evidencias.

Como en el video del fin de semana, López Obrador está caminando por terrenos empedrados y se tambalea. No está acostumbrado a perder el control de la agenda pública y lleva diez días tratando de sortear el reclamo de la ciudadanía, las críticas de los medios y la oleada de burlas en las que alguna vez fueron sus “benditas redes sociales” a consecuencia de la revelación de las casonas de las que goza su hijo en Houston. La gente no habla de otra cosa y el presidente no puede soltar el tema.

En las mañaneras se le ha visto enfurecido. Dominado por la ira, se ha lanzado ferozmente hasta contra sus cercanos. Cada día que pasa, va escalando sus insultos y calumnias. Pero también cada día que pasa, se revelan más y más implicaciones de conflicto de interés y corrupción por las casonas de : contratos por más millones de dólares (ya vamos en casi 200 millones) en las fechas en que José Ramón López Beltrán comenzó a gozar de la lujosa vivienda con cine privado y alberca de 23 metros; el dueño de esa casa, un alto ejecutivo de la petrolera Baker Hughes, aceptando que sí es su casa y sí la vivía el hijo de AMLO; y hasta el presidente del INE, Lorenzo Córdova, burlándose de los reclamos de un presidente que critica al INE por gastar mucho: “no vivimos en palacios ni en mansiones”.

Para López Obrador perder el control de la agenda es perder el control del país. Porque lo único que tiene es discurso. No tiene resultados de gobierno. No es un sexenio de logros, es un sexenio de palabras, de muchísimas palabras. Y mientras todos los estratos de la sociedad hablan del hijo que se volvió rico, López Obrador tiene frentes abiertos por todos lados:

Su favorita, Claudia Sheinbaum, enfrenta un doble escándalo: por usar sin consentimiento a 135 mil ciudadanos como ratas de laboratorio al suministrarles una medicina no autorizada y por el desgarrador maltrato a niños en un albergue del DIF. Además, exhibe el fracaso en su lucha contra la inseguridad: diez cadáveres acomodaditos en la vía pública, cuando el presidente había presumido que la situación ya estaba bajo control. Ante ello, AMLO anunció que se reforzaría la seguridad… que ya se había reforzado. En Guerrero, normalistas de Ayotzinapa —sus aliados— secuestran un tráiler, lo ponen en “neutral” y aprovechando la pendiente de la autopista México-Acapulco lo lanzan contra la Guardia Nacional y una caseta de cobro. El presidente respalda a la alcaldesa morenista que declara que no se puede culpar a nadie porque el tráiler “va circulando solo”. Encima, Panamá le da una bofetada con guante blanco al rechazar la nominación de su íntimo Pedro Salmerón por las acusaciones de acoso sexual en su contra. Y por si no bastara, los datos duros: la economía besa la recesión y la pandemia, que según él ya se había vuelto a domar, arroja cifras de más de 500 muertos diarios.

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