Más que nunca en este milenio, la gente pide que sus gobernantes cumplan la ley y rindan cuentas. Las mañaneras de antier y ayer —con los ataques a la Suprema Corte y los insultos a un periodista que le pidió una entrevista— son una muestra de que el presidente de México cabalga en contra del signo de los tiempos.
“No me vengan con que la ley es la ley” es una de esas frases que perseguirán a López Obrador en lo que le quede de carrera política. Es una de las radiografías más diáfanas de su pensamiento. Es una tomografía política. López Obrador quiere hacer lo que le dé su regalada gana. Su más reciente lance contra la Suprema Corte, en venganza porque sepultaron su Plan B de reforma electoral, es una especie de Ley de Say política: la oferta crea la demanda. Si lo ofreces, entonces lo van a querer. Elegir a los ministros de la Corte no es en lo absoluto una prioridad para la ciudadanía. No es como conseguir medicinas o resolver la inseguridad. Pero si el presidente pregunta a su pueblo, ¿quieren elegir a los ministros? La respuesta popular puede ser obvia: ¡claro! La especialidad del obradorato es simplificar el debate al extremo, faltarle el respeto a la gente librándola de argumentos sofisticados. El presidente no dice que en ningún país de los que son ejemplo de democracia y prosperidad (de hecho, solo Bolivia) los ministros de la Corte hacen campaña y se someten a elecciones. ¿Por qué? Porque quedan entonces a merced de hacer los sucios compromisos y alianzas que suelen hacer los políticos para encumbrarse: aliarse con grupos de interés, con partidos a los que les deben todo, con empresarios que los financian, con narcos que los impulsan. Nadie quiere eso en un ministro.
“No lo quiero ver”, dijo ayer el presidente al negarse a la entrevista que le solicité. Y soltó el veneno con más ira que nunca. Sus insultos, sus calumnias, su odio contra mí. Acusaciones abusivas sin una sola prueba. Porque sabe que lo que dice de mí es mentira. Porque, en cambio, no tiene cómo contestar nuestras investigaciones. No quiere una entrevista porque no tiene cómo justificar tantos escándalos, porque teme quedar acorralado con preguntas: sus hermanos, sus hijos, el tráfico de influencias, los negocios al amparo del poder, el desabasto de medicamentos, los 800 mil muertos en la pandemia, la inseguridad récord, los abrazos al narco. Si el presidente quisiera rendir cuentas ante la sociedad —el periodista es sólo un vehículo—, vale más una entrevista así que mil mañaneras con preguntas a modo. Pero no. Su único recurso es el insulto y la calumnia, potenciados en el monólogo de la mañanera. Me resisto a normalizar el creciente tono de sus agresiones. Y dejo constancia de un presidente cada vez más violento.