Hace muchos años, cuando era el influyente jefe de Gobierno en la capital del país, escuché decir fuera de micrófono a Andrés Manuel López Obrador que el mejor periodismo lo hacían los conductores de televisión que no opinaban y no entrevistaban: los que sencillamente leían las noticias. Sin entrevistar, sin revelar ningún escándalo surgido de investigaciones propias, sin opinar, sin pasar por el asidero de la verdad las afirmaciones de un político, sino sencillamente volviéndose megáfonos de voces ajenas.
Con el paso del tiempo, López Obrador ha ido endureciendo su personalidad autoritaria y con ello, esculpiendo un nuevo “ideal” de periodista: hoy dice que el buen periodista es el que está de su lado, que milita en su causa. Lo ha declarado abiertamente y cuando sus periodistas afines se salen, aunque sea brevemente de esa norma, les receta el fuego de la poderosa calumnia que utiliza comúnmente contra cualquiera que se atreva a cuestionarlo.
López Obrador debe estar de plácemes. Hoy el periodismo está frente a la amenaza de pasar más tiempo frente a una barandilla que frente a un micrófono, de estar más tiempo en un juzgado que en una redacción, y de que los medios dediquen más recursos a pagar abogados que los defiendan que a contratar periodistas que investiguen.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Una ley de telecomunicaciones impulsada en 2014 por expertos del sector y activistas hoy le cae como anillo al dedo. Esa ley incluye la obligación de que a cada paso de sus programas, los periodistas distingan qué es información y qué es opinión. En 2017, el Congreso eliminó esta disposición por absurda e inoperante. Pero hace unos días, la Suprema Corte resolvió un amparo (a propuesta del ministro Alcántara Carrancá, designado por el presidente AMLO y presidente del tribunal superior del DF cuando era jefe de gobierno) y ordenó regresar a la ley original de 2014.
Algunos entusiastas impulsores de aquella ley, hoy desilusionados del lopezobradorismo y preocupados porque el gobierno domina a los actuales consejeros del órgano encargado de sancionar a los medios (el Instituto Federal de Telecomunicaciones), desconfían de la forma en que se aplicará la regulación. Decir que la bondad de una ley depende de quién ocupa los cargos de regulación es una confesión de que de origen no era buena.
Las audiencias, es decir, los ciudadanos, son inteligentes y no necesitan que por obligación legal se les avise cuándo opina un periodista. En ningún país democrático existe un mandamiento legal parecido.
Pero esta nueva disposición se alinea a la perfección con lo que el presidente quiere de medios y periodistas: apoyo o silencio, sumisión o extinción. Recojo algunas de sus frases:
“Todos los buenos periodistas de la historia siempre han apostado a las transformaciones”. “O se está a favor de la transformación o se está en contra de la transformación del país”. “Es muy cómodo decir: ‘Yo soy independiente o el periodismo no tiene por qué tomar partido, o apostar a la transformación'”. “Muerden la mano de quien les quitó el bozal (recordando a Francisco I. Madero y la prensa porfiriana)”. “Ustedes (que asisten a la mañanera) no solo son buenos periodistas, son prudentes, porque aquí les están viendo y si ustedes se pasan, pues ya saben, ¿no? lo que sucede”.
Del diagnóstico, a la franca amenaza.
Un país en el que los periodistas enfrenten cotidianamente sanciones, multas y litigios no es un ambiente propicio a la libertad de expresión. Menos lo es un país en el que van 3 periodistas asesinados en este enero.
Le gusta compararse con Juárez pero se parece más a Santa Anna. Se imagina émulo de Madero, pero en realidad añora el bozal de Porfirio Díaz.