El 2 de octubre de 1968 ha quedado en la memoria colectiva de la gran mayoría de los mexicanos como la fecha en que el Ejército atacó a un grupo de ciudadanos que se manifestaba en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.

El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, en la época del partido de Estado, fue incapaz de dar respuestas políticas a problemas políticos.

En la política cada grupo o partido enfrenta a opositores, rivales, adversarios.

En contraste, los militares están entrenados para utilizar una fuerza letal contra el enemigo, no para tratar con la ciudadanía.

En el seno de la izquierda mexicana, la masacre de Tlatelolco dejó una marca indeleble: el gobierno usó al Ejército mexicano para atacar a otros mexicanos, como si ellos fueran el enemigo. Las coartadas: ‘eran conspiradores subversivos contra el poder’, ‘eran agentes extranjeros’, no atenuaron la gravedad de los hechos.

Las fuerzas armadas deben obediencia a su comandante en jefe, pero sobre todo están obligadas a cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

En el ocaso de su Presidencia, en el verano de 2020, Donald Trump se enfureció por la realización de protestas anti-racistas enfrente de la Casa Blanca. Reunido con los altos mandos de las fuerzas armadas en la sede del Poder Ejecutivo, el mandatario increpó al militar con el grado máximo y le instruyó a atacar a los manifestantes. Este oficial se negó a hacerlo, dejó claro que su lealtad era a la Constitución, y conminó a los abogados a explicar al presidente cuál era el mandato de las fuerzas armadas, y cómo este mandato estaba acotado por las leyes.

EL UNIVERSAL informó el 26 de noviembre que la Guardia Nacional instruyó a su personal desplegado en la Ciudad de México a asistir ‘sin excusa ni pretexto’, vestidos de civil, a la movilización convocada por el presidente de la República. Horas más tarde la corporación lo negó, pero persistieron las dudas porque en la marcha se vio a personal con el corte casquete corto propio de los militares.

Hoy las plazas federales, la fuerza, los recursos presupuestarios y el mando de la Guardia Nacional provienen de las Fuerzas Armadas. ¿Seguiremos postergando indefinidamente la formación de una policía nacional con mando civil que combata al crimen organizado?

Me preocupa que se transfieran a las cúpulas del Ejército funciones en la administración pública, en la política o incluso en los negocios, que son ajenas a su mandato constitucional y que se vuelven reductos de opacidad, sin rendición de cuentas a la sociedad mexicana.

Hoy las cúpulas militares viven en la tentación cotidiana de incurrir en vicios privados, mientras se siguen pregonando sus virtudes públicas. ¿Cómo regresar a los cuarteles, si ello los privaría de este flujo enorme de dinero, prebendas y contratos?

Me inquieta sobremanera que se busque convertir a las fuerzas armadas en soporte a largo plazo de la llamada Cuarta Transformación —un proyecto partidista electoral— o del legado del mandatario.

¿Se está convirtiendo en los hechos el Ejército mexicano en un actor político? Los adversarios del gobierno actual ¿lo serán también del Ejército?

Las fuerzas armadas son un pilar crucial del Estado mexicano, no deben ser partidarias de gobierno alguno. ¿Prevalecerá el interés nacional, la fuerza social transexenal del presidente, o el interés de grupo del Ejército?

Profesor asociado en el CIDE
@Carlos_Tampico


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