No estamos en México, ni remotamente, en una transformación de dimensiones equiparables a la independencia, la reforma o la revolución. Aunque faltan 25 meses para que concluya, menudean ya las tempranas evaluaciones del sexenio.

En 1972 le preguntaron a Zhou En Lai —primer ministro de la República Popular China entre 1949 y 1976— cuál era su juicio sobre la Revolución Francesa, ocurrida casi dos siglos antes. Él respondió ‘es demasiado pronto para decirlo’. Muchos dijeron: ‘la civilización china tiene cinco mil años, ellos toman la visión larga de las cosas, no sacan conclusiones sobre las rodillas’.

Después resultó que la pregunta se refería a lo acontecido apenas cuatro años antes, la Revolución de mayo de 1968, las protestas del movimiento estudiantil que sacudieron a París y también a Belgrado, Berlín, Chicago, Los Ángeles, Praga, Varsovia, y por supuesto, la Ciudad de México, con epicentro en Tlatelolco.

Ese fue un verdadero remezón de la política mexicana.

En sociedades altamente jerarquizadas como las latinoamericanas, a veces hace falta un sacudimiento de la política para que nos demos cuenta de que lo considerado ‘normal’ o ‘natural’ no lo era tanto. Nos cuesta mucho trabajo ser adultos.

Afirmamos con la mano en la cintura que los indios no tenían alma. Que los negros no eran personas. Que la mujer no tenía capacidad de entender la política y por lo tanto no debería votar. Que el fraude electoral era ‘la rectificación instantánea de la voluntad errónea de la mayoría’ (Monsiváis dixit).

Hoy, en pleno 2022, sigue siendo impensable que una mujer indígena mexicana pretenda entrar a un hotel de lujo en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México.

Desde hace tres décadas en América Latina escuchamos con mayor frecuencia: ‘por primera vez’ en la vida política. Por primera vez llegó a presidente un obrero, Lula da Silva en Brasil. Los guerrilleros que querían tomar el cielo por asalto lograron sentarse en la silla por mandato de las urnas: José Mujica en Uruguay, Dilma Rousseff en Brasil, Salvador Sánchez Cerén en El Salvador, Gustavo Petro en Colombia, entre otros. En México aún no hemos escuchado ‘por primera vez llegó una mujer’ a la presidencia.

El Presidente no hace milagros, aunque los prometa.

El verdadero remezón, la transformación estructural más importante es el cambio en las relaciones entre el poder (económico, político, social) y los ciudadanos.

Transformar al ejercicio del poder es mucho más difícil que ganar una elección.

El poder es la capacidad de un individuo para influir en el comportamiento de otras personas u organizaciones: ¿cómo contribuir a que los mexicanos seamos mejores personas, y hagamos que nuestro país sea un lugar habitable para los que viven en el no-poder?

Al Presidente le toca movilizar positivamente la energía social, sacar lo mejor de nosotros. Le toca convocarnos para una verdadera transformación: agua limpia accesible; educación de calidad; un sistema de salud pública que funcione; un sistema de procuración e impartición de justicia y de seguridad pública que protejan a los ciudadanos y preserven las libertades. Nada más, pero nada menos.

En último término, al presidente le corresponde hacer operativo el control del poder, los pesos y contrapesos, cuyo andamiaje se institucionaliza con la organización del Estado, a través de normas jurídicas de aplicación para todos. Empezando por él.

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Profesor asociado en el CIDE.
@Carlos_Tampico