Para Noyolius, que sabe como nadie de precisión.
Los índices sirven para señalar. En una revista, por ejemplo, saber la página donde está el texto que nos interesa. Qué tedioso sería buscar en la Biblia el libro de Job si no hubiera títulos y apenas saltos de párrafo. Pero hay cosas más complicadas que buscar un capítulo en un mamotreto de dos mil setecientas páginas. Está el reto -no trivial- de comparar países, sistemas educativos y electorales para mejorar a la sociedad. Para lo primero, la ONU calcula desde hace casi tres décadas el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que utiliza la esperanza de vida, el nivel de escolaridad y el ingreso per cápita para dar una medida del bienestar de los países. Ningún economista osaría decir que es una estimación exacta e irrefutable de la condición de una sociedad, pero nos da un punto partida para discutir, pensar a qué se le debe poner atención. Los índices, en última instancia, más que como una báscula deben ser vistos como marcadores de tendencia, aproximaciones…
Si las cosas que vemos (como la producción de un país o las calificaciones de los estudiantes) resultan difíciles de medir, imaginemos aquello que las personas ocultan con esmero. Pero hay quienes lo intentan (afortunadamente). Lo primero: definiciones claras. Hay que entender que para resolver el mundo se debe empezar por hacer llegar luz a casa. Para solucionar la corrupción hay que saber qué es.
Jakob Svensson, por ejemplo, parte de que la corrupción es el uso indebido de un cargo público para beneficio personal (Eight Questions about Corruption, 2005). (Nótese que esta definición incluye el uso de recursos públicos y el uso del poder como formas distintas de beneficiarse.) Ahora solo falta medirla.
En la lista de los indicadores más famosos está el Índice de Percepción de Transparencia, que elabora Transparency International. Los encargados seleccionan otros índices que, junto con otros criterios de calidad, le preguntan a expertos y empresarios cuál creen que es el nivel de corrupción que prevalece. Luego ponderan esos índices para crear uno nuevo. Es decir, reflejan percepciones. Bajo esta medición, México está en el lugar 138 (1) de 180 países, con un puntaje de 28.
El detalle relevante es que se está midiendo la percepción de la corrupción, no el nivel de corrupción. Siempre que la realidad sea cercana a las creencias, esto no un problema; pero cuando las personas tienen ideas disparatadas sobre el mundo el índice tambalea.
Dilyan Donchev y Gergely Ujhelyi, economistas de Harvard, utilizaron datos de la encuesta interregional de crimen y victimización de Naciones Unidas (ICVS, por sus siglas en inglés) para estudiar la relación entre niveles de percepción y niveles factuales de corrupción (Do Corruption Indices Measure Corruption?, Working paper). La encuesta -a pesar de que los economistas no le creen a las encuestas- está un paso adelante de las creencias porque inquiere el número de veces que el entrevistado ha incurrido en sobornos, no solo lo que piensa. En su análisis econométrico encuentran que la medida de experiencia de corrupción no es un determinante del nivel percibido de corrupción. Lo que sí explica los índices de percepción a nivel nacional son los factores que normalmente se esgrimen en el debate público como causantes de la corrupción: religión, nivel de desarrollo económico, instituciones democráticas. A nivel individual son otros los factores que determinan la percepción (escolaridad, edad, ingreso y el lugar de residencia urbano o rural), pero la insignificancia de la experiencia de corrupción se mantiene. Id est, el número de actos corruptos no es un buen predictor de la percepción de corrupción, o visto de otra forma, la cantidad de corrupción que los ciudadanos creen que existe no está determinada por el número de actos corruptos que de hecho acontecen.
En el 2000, Azerbaiyán casi se encontraba en el peor lugar del Índice de Percepción de Transparencia. Sin embargo, el mismo año, medido con las respuestas del ICVS (sobre el número de veces que las personas estuvieron involucradas en actos de corrupción), no figuraba dentro del 10% de los países con más corrupción. La percepción suelta la mano de la realidad.
En otra investigación, Benjamin Olken utilizó los datos de un proyecto de construcción de carretera en Indonesia para estudiar la diferencia entre percepción de corrupción y realidad (Corruption Perceptions vs. Corruption Reality, 2009). Olken tomó los gastos reportados -pero no corroborados- como medida del nivel real de corrupción, y encontró evidencia de que la relación entre nivel percibido de corrupción y nivel real de corrupción puede ser negativa. La explicación es verosímil: si las personas creen que el nivel de corrupción es muy alto se involucrarán más en el escrutinio de la actividad gubernamental, lo que resulta en menos ilegalidades.
Claro que la corrupción existe. Svensson y Ritva Reinikka, por ejemplo, estudiaron un programa gubernamental en Uganda que daba dinero a las escuelas primarias más pobres (Local Capture: Evidence from a Central Government Transfer Program in Uganda, 2004). Luego de analizar los reportes de egresos del gobierno y el presupuesto recibido por cada centro educativo, concluyeron que menos de 15% del presupuesto asignado al programa fue recibido por las escuelas. También encontraron evidencia de que la mayor parte del presupuesto no entregado fue robado por políticos locales. El problema de este tipo de investigaciones es que sus resultados dependen de las características particulares del caso que estudian. No se pueden usar para explicar lo que pasa en otras ciudades, menos aún en países enteros.
Lo anterior no implica que las mediciones de corrupción basadas en percepción no deben ser tomadas en cuenta, o -peor todavía- que son inútiles. Investigadores como Svensson muestran que hay una correlación negativa -que merece ser estudiada a fondo- entre el nivel percibido de corrupción y el nivel de PIB per cápita, de escolaridad, la apertura al comercio, la libertad de entrada a los mercados y la libertad de prensa. (No hay que olvidar que correlación y causalidad son cosas distintas). Por otro lado, las percepciones tienen impacto en el comportamiento de las personas. Si una sociedad está convencida de que el sistema bancario entrará en crisis (aún sin evidencia) y sus miembros retiran todos sus ahorros para protegerse, los bancos entrarán en crisis producto del pánico bancario que generó la percepción -errónea pero poderosa- de los ciudadanos: una profecía autocumplida.
Las mediciones de percepción de la corrupción son relevantes, pero deben interpretarse correctamente. Equiparar percepción con realidad es un error. Los índices de percepción de la corrupción nos dicen cuánta corrupción cree la población que hay en su sociedad, nada más. Las creencias juegan un rol importante en la actitud de las personas frente al sistema político, en especial en la confianza que tienen en sus instituciones. Pueden ser un determinante del nivel de participación electoral o de las decisiones de inversión -en ambos casos con consecuencias económicas importantes-, pero esto no permite hacer inferencias sobre el nivel de corrupción. Para solucionar el problema hay que empezar por entender lo que medimos.
1 Dado que el índice redondea el promedio a números enteros, México está empatado en esa posición con otros 5 países.